Sobrevivir a cualquier precio
Lo más terrible es que los creadores de 'La trinchera infinita' no están inventando ficciones, que hubo gente que padeció esa situación salvaje, que los 'topos' fueron reales
Son tres las personas que codirigen La trinchera infinita: Aitor Arregui, Jon Garaño y Jose Mari Goneaga, lo cual resulta insólito. Hasta ahora conocía dúos en algo tan personal como rodar una película y generalmente eran hermanos, como los Taviani, los Dardenne y los Coen, pero no recuerdo tríos, además sin lazos consanguíneos al observar sus apellidos. También se les identifica por la temática y la lengua que han utilizado en sus anteriores y muy meritorias películas Loreak y Handia, con un cine inequívocamente vasco.
Pero en esta ocasión se trasladan a un pueblo andaluz en el sanguinario y fatídico año de 1936. Y pretenden ser tan realistas y auténticos reproduciendo el lenguaje y el tono de los personajes que consiguen que solo me entere de la mitad o la tercera parte de lo que sale de sus bocas. No tengo problemas auditivos y la sala en la que la he visto tiene buen sonido, por lo que mi mosqueo aumenta. Comprendo que los autores tengan sus razones expresivas, pero deberían pensar también en los espectadores. O sea, que la proyecten con subtítulos en castellano. Me ocurre lo mismo con una parte notable del cine latinoamericano y con algunas películas de Isaki Lacuesta, ese creador al que tanto aman y premian en este festival. Igualmente, encuentro exagerado y en algún momento reiterativo su metraje de dos horas y media. Si hubieran metido la tijera es probable que su criatura hubiera salido ganando. El resto está muy bien. Y me provoca mucho miedo.
Cuenta la odisea de un hombre con un presente y un destino trágico al que las represalias de los ganadores de la Guerra Civil le obligan a no ver la luz del sol durante 33 años, a convertirse en un topo en nombre de su supervivencia, de ese instinto tan fuerte para seguir en este mundo aunque sea en condiciones infernales. Sus amigos y colegas ideológicos no tuvieron esa suerte, les frieron a balazos, fueran inocentes o culpables de delito, a raíz de esas denuncias vecinales que acostumbran a sacar lo peor del ser humano. Pero este hombre permanentemente oculto, los primeros años en un refugio siniestro y después en la casa de su difunto padre, tiene una razón muy profunda para no cortarse las venas y es el amor incondicional de su mujer. Yo no siento ninguna simpatía por él. Solo faltaría para urdir una manipuladora mentira que los autores le hubieran poetizado, dotado de atributos épicos, de heroicidad. Su situación es monstruosa y durará una eternidad. Es natural que le inunden todos los demonios y que su desesperación, su angustia y su terror se ceben con su abnegada esposa y con el hijo que engendran, las únicas tablas de náufrago de alguien condenado a una supervivencia atroz.
La claustrofobia, la cercanía de la locura, la desesperanza acompañando al paso de los años, la peligrosidad de los buitres hacia la mujer que creen viuda, el machaqueo moral al que la somete su marido, la certidumbre de algún vecino avieso y vengativo de que el proscrito sigue estando muy cerca, están descritas con un potente y agobiante estilo visual, te transmiten lo que siente esa desgraciada gente. Antonio de la Torre da el tipo de ese hombre acorralado. Y encuentro espléndido el matizado trabajo de Belén Cuesta. Me hace sentir admiración y piedad por su sufrido personaje. Lo más terrible es que los creadores de La trinchera infinita no están inventando ficciones, que hubo gente que padeció esa situación salvaje, que los topos fueron reales.
Babelia
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