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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El último tabú en morir

El León de Oro de 'Joker' en Venecia supone la conquista de la última frontera para la cultura pop: los espacios de prestigio

Joaquin Phoenix baila en 'Joker', León de Oro en la Mostra de Venecia.
Joaquin Phoenix baila en 'Joker', León de Oro en la Mostra de Venecia.

Allá por septiembre de 1954, un tal Charles F. Murphy, magistrado neoyorquino especializado en delincuencia juvenil, encabezó una caza de brujas que puso en jaque al cómic durante un par de décadas. Se le conoció como Comic Codes Authority y su sombra se prolongó hasta comienzos del siglo XXI. Consistía el CCA, como cualquier otro mecanismo de censura del arte, en un supuesto corsé que era en realidad garrote vil; una serie de reglas para que el lado oscuro del alma no saltara a las viñetas de los pobres e influenciables jovencitos. Una asfixia contra cualquier intento de abordar, de manera más o menos lúdica, asuntos como el crimen, el sexo o la muerte. 

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Hay que recordar que nos encontramos en la cúspide del macartismo, de esa persecución infame contra artistas del calado de Dalton Trumbo, usando como alfiles otros artistas de la misma o mayor talla: Robert Rossen o Elia Kazan. De 1952 a 1956, la lista negra de Hollywood machacó a los supuestos commies infiltrados en la sacra meca del cine con el objetivo, como evocaba literalmente la infravalorada Ave, César, de los Cohen, de derrocar el país en una megaconspiración comunista.  Qué tiempos tan locos, ¿verdad? Inimaginables hoy en día...

Lo que latía bajo ese mecanismo de censura, en el caso del tebeo, era la desconfianza suma del establishment hacia la trasgresión del statu quo que siempre ha latido en el género; y, por ende, el odio al imaginario como posibilidad de escape, de reinvención, de la realidad presente. Ni vampiros, ni licántropos, ni zombis, ni fantasmas se podían usar en el tebeo, si uno quería recibir la mirada benévola del CCA. Tampoco la palabra horror o terror podía figurar ni siquiera en su portada.

¿Por qué odiaban tanto los adultos el escapismo terrorífico de los niños? Es una pregunta que le he repetido a numerosos pensadores y escritores a lo largo de mi carrera periodística. Es una pregunta que suele salir, en circunloquios más o menos inspirados, en las tertulias de colegas de la palabra con los que suelo disfrutar del buen hablar y el buen beber. César Mallorquí me dijo que, en nuestro caso, había que mirar a la iglesia, pues ella es "celosa de lo sobrenatural"; es decir, que se cree en la posesión de lo maravilloso, siendo lo pagano siempre una amenaza. Joe Hill me elaboró, para un reportaje de Jot Down, una reflexión de lo más interesante.

Déjenme que les cite un párrafo que considero esencial:

"La distinción entre la alta cultura y la popular es una aberración bastante reciente. Empezó con el modernismo, como autores como Hemingway, Fitzgerald o Faulkner. Hubo una ola que comenzó a identificar lo placentero como infantil. Observemos lo que pasaba un poco antes: Mark Twain, probablemente el autor norteamericano más reconocido del siglo XIX, lidiaba con aventuras, viajes en el tiempo, episodios humorísticos, traiciones, huidas trepidantes… A comienzos del siglo XX, todos estos recursos cayeron en el ostracismo durante 30 años. Y el fulcro para este desprecio era que los lectores de calidad estaban por encima de estos goces propios de niños."

Ay, estos "goces propios de niños". O de los adultos infantilizados. Los infames mediocres del presente...

El caso es que esta misma semana, con el siseo que precede al estallido atómico, el jurado presidido por Lucrecia Martel y compuesto por un elenco bien dispar —Stacy Martin, Mary Harron, Piers Handling, Rodrigo Prieto, Shinya Tsukamoto y Paolo Virzì—, le daba el León de Oro a Joker, la enésima reinterpretación del archivillano por excelencia con Joaquin Phoenix a la cabeza del reparto y Todd Philips (sí, el de Resacón en Las Vegas) en la dirección. Y el mundo del cine, aparte de manifestar el pasmo, se ha callado bastante, no sé si por noqueo o por aviesa omisión, del significado cultural de tal hito.

Se venía oliendo desde hace tiempo. Como diría Galadriel, la pura y bellísima elfa que reina en Lothlórien El señor de los anillos, se "olía en el aire".

Si lo quieren en lo local, tenemos hechos como el ministro de Cultura, José Guirao, equiparando la importancia de los videojuegos con la literatura. O como que el principal congreso de periodismo cultural de este país, sito en Santander, se dedicara a dicha materia (con volcánicos debates).

A nivel global, cifras nada inocentes, como esos pocos cientos de miles de espectadores que separan los Oscar del videojuego, los Game Awards, de los de la Academia de Hollywood. Y si miramos el mundo del cine, resulta que el género incombustible, el que sostiene todo el tinglado de la experiencia en la gran pantalla, son los superhéroes. Esos a los que se enjauló en el corsé-garrote al calor de la Guerra Fría. Por no hablar de un tal Juego de tronos y la cola que ha traído.

Se podría decir que todo empezó con esos 11 Oscar a El señor de los anillos. El retorno del rey; que la reivindicación de la cultura pop, de esos recursos baratos (?), de opereta, que tanto adoraba Mark Twain, comenzó precisamente entonces. Pero los Oscar siempre han estado bajo sospecha. ¿Cómo no estarlo, si deciden que Shakespeare in love es mejor que Salvar al soldado Ryan o The green book que la antológica Roma, de Cuarón? Pero, claro, que lo diga la Mostra... Pues más o menos como que se suba Ursula K. Le Guin o Stephen King a recoger el National Book Award. Ha pasado, ¿eh? Ha pasado.

En cualquier caso, el arlequín más temido de Gotham, el que rio sin cesar en aquella viñeta inolvidable de Alan Moore y Brian Bolland, ya baila a lo Chaplin con el León de Oro entre sus enguantadas manos. Y el mundo de la alta cultura, probablemente patidifuso, se ve obligado a reconocer que esa dictadura de sonrisa fría ante la supuesta necedad de los tebeos y pintamonas, ya está muerta, por más que se crea viva.

Un momento inolvidable de 'La broma asesina', tebeo esencial de El Joker.
Un momento inolvidable de 'La broma asesina', tebeo esencial de El Joker.

Me gusta pensar que hoy sonríen Savater y De la Iglesia. Que sonríe, desde la tumba, aquel Borges que escribía literatura conmovedora desde la mente de un minotauro. Que sonríen Bradbury, Matheson y Wolfe. Que sonríe la Bruja Buena del Norte, Le Guin, la que nos llamaba, entre la sorna y la ternura, "realistas de una realidad más amplia". Que sonríen Gaiman, Moore y Morrison. Barker y Lovecraft. Dante y Milton. Exupéry y Dahl. Unos desde el aquí y otros desde el allá.

Porque, y con esto me despido, no es que lo friki esté de moda. Es que lo friki nunca fue friki. Es que lo sublime, desde Homero y Virgilio, también se ha contado, por más que pasme algunos, en los colores de los "goces propios de niños".

Y se seguirá contando.

Ángel Luis Sucasas es director narrativo del estudio de videojuegos Tequila Works y novelista en sellos como Planeta, Dolmen Editorial y Nevsky Books.

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