La energía del (re)inicio
En su quinto largometraje, Trueba logra la cuadratura del círculo entre sus dos tendencias, la de los divertimentos plácidos de producción sencilla y la de aquellas películas más pensadas y compuestas
El cine de Jonás Trueba siempre se ha movido entre la espontaneidad y la solemnidad. Una dualidad que podría circular, si le pusiéramos nombres y apellidos de su querida Nouvelle Vague, influencia suprema, entre la ligereza de Éric Rohmer y la gravedad de Jacques Rivette. De hecho, en una clasificación quizá un tanto restrictiva, sus cuatro largometrajes casi podrían dividirse entre los divertimentos plácidos de producción sencilla y deambular sereno, con apariencia de improvisación, y las películas más pensadas y compuestas, ambiciosas y retóricas.
Ocurre, sin embargo, que con cada uno de sus trabajos algunos acabábamos entreviendo los hilos de la construcción y volviéndolos del revés. Y donde parecía haber naturalidad solo advertíamos un peligroso plan cerca de la impostura: en la a ratos insufrible Los ilusos (2013) y en la un tanto morosa y autocomplaciente Los exiliados románticos (2015). Mientras que en las más calculadas y ampulosas, su notable debut, Todas las canciones hablan de mí (2010), y la valentísima y con anhelos de sublime La reconquista (2016), adivinábamos una maravillosa verdad alrededor de la cultura y la vida, del ser y del amar, del feliz encuentro con uno mismo y con el otro.
LA VIRGEN DE AGOSTO
Dirección: Jonás Trueba.
Intérpretes: Itsaso Arana, Vito Sanz, Mikele Urroz, Joe Manjón.
Género: drama. España, 2019.
Duración: 125 minutos.
Quizá por eso es tan importante su nueva película, la excelente La virgen de agosto, donde Trueba ha logrado la cuadratura del círculo entre sus dos tendencias con una obra mayor con apariencia de menor. Sincera, implacable y preciosa. El verano en Madrid, plácido o infernal, como modo de (re)inicio para una existencia mejor.
Coescrita por Itsaso Arana, su formidable protagonista, La virgen de agosto es una reverencia a Madrid, no ya como ciudad sino como único modo de vida, desplegada entre la tradición y la modernidad bajo la bella luz de Santiago Racaj. De la verbena de la Paloma a lo hipster, de Goya y Romero de Torres a una sesión de reiki o de cine de autor en el Círculo de Bellas Artes. Y allí, esa mujer en la treintena, sola y a la caza tranquila de sí misma, se mueve con la naturalidad y la parsimonia, el amor y el ardor del verano madrileño, con una serie de encuentros entre el pasado y el futuro de enorme sutileza y brava complejidad. Una búsqueda de la felicidad que, como en el ensayo cinematográfico homónimo de Stanley Cavell, al que se cita, tiene mucho de feminismo al margen, de personalidad única e intransferible.
En esa jornada de río que ocupa una de las secuencias de la película, Trueba recupera además parte de la tradición literaria y cinematográfica española, a Ferlosio y a Saura, El Jarama y Los golfos, componiendo así una obra que es al mismo tiempo devota del pasado y rotundamente contemporánea. Un trabajo donde Arana firma una interpretación maestra, inolvidable para los próximos Goya, y ciertamente difícil por las características del personaje, pues en la inmensa mayoría de las secuencias está hablando con gente a la que acaba de conocer, y ese registro tímido, entre la lejanía del desconocimiento personal y la cercanía física, es de un compromiso mayúsculo. Y así, sobre el agua del río y el río de la vida, Trueba nos ha legado una emocionante película para degustar en un verano para soñar, y nunca para escapar.
Babelia
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