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Un retrato osado de la juventud jordana que levanta ampollas

‘Jinn’, la primera serie árabe de Netflix, es recibida con un aluvión de críticas

Avance de 'Jinn'.
Juan Carlos Sanz

Tenía todos los ingredientes para convertirse en un gran éxito. Un serial de instituto con actores jóvenes y atractivos, una trama de acción de trasfondo sobrenatural y el paisaje tallado en piedra de Petra declarado patrimonio de la humanidad. Jinn (genios o duendes), la primera serie original producida por Netflix para el mundo árabe, se ha estrellado sin embargo contra el conservadurismo de la Jordania profunda, el país musulmán presuntamente tolerante donde se grabaron el año pasado sus cinco capítulos. Tras su estreno al inicio del verano, el fiscal general, los Hermanos Musulmanes, el Parlamento, la Royal Film Commission y hasta el gran muftí, la máxima autoridad religiosa del reino hachemí, han puesto el grito en el cielo con acusaciones de “inmoralidad rayana en la pornografía” porque los protagonistas se besan y dicen palabrotas.

Lo nunca visto en televisión a la carta en Oriente Próximo. Nadie había alzado la voz hasta ahora ante comportamientos semejantes en la pantalla, moneda corriente en las series juveniles norteamericanas que inundan el catálogo de Netflix. Pero esta vez se trataba de actores locales que hablan el árabe dialectal en escenarios cotidianos. La tradicional sociedad jordana parece haberse espantado al reconocer el desparpajo de sus propios hijos en la ficción de Jinn.

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Los alumnos de último curso de secundaria de un colegio privado de Amán —chicos y chicas decididamente modernos, sin apenas barbas y ningún hiyab a la vista sobre las cuidadas melenas—viajan al sur del país para estudiar las joyas de la cultura nabatea. Por la noche beben cerveza, fuman algún porro y tontean al calor del fuego de campamento. Nada nuevo para un observador atento de los cafés de moda o las terrazas de los hoteles de lujo de la capital jordana entre los occidentalizados retoños de la clase media alta. Todo aderezado con sendos genios despertados de su letargo en las rocas de Petra —uno bondadoso y otro perverso—, que dan rienda suelta a la recurrente trama de la lucha entre el bien y el mal.

La emisión del primer capítulo de Jinn incendió las redes sociales con debates sobre la “lascivia” de las imágenes y la “vulgaridad” de los diálogos. Tres días después, el fiscal jefe de Amán abrió una investigación. Fuentes judiciales citadas por The Jordan Times informaron de que la unidad policial de ciberdelincuencia había tomado cartas en el asunto. “Vamos a hacernos con una copia de la serie para verla con detalle antes de tomar una decisión”, precisaron sobre la grabación emitida por Netflix en streaming. Solo el 1% de los diez millones de habitantes de Jordania están suscritos a la plataforma digital, aunque en los bazares proliferan las descargas y accesos pirateados.

La división de Netflix para Oriente Próximo —donde la compañía californiana aspira a multiplicar con producción local propia sus 1,7 millones de abonados actuales— difundió de inmediato un comunicado en el que puntualizaba que la serie "trata sobre temas universales, como el amor o el acoso escolar, vistos desde la juventud árabe, que pueden parecer una provocación a algunas personas”.

El argumento no convenció al presidente de la Comisión de Cultura de la Asamblea Nacional, Ibrahim Badur. “Muchas escenas y diálogos violan nuestros valores sociales y tradiciones”, advirtió antes de convocar una sesión parlamentaria urgente, “y vamos a asegurarnos de que no se repita esta situación en el futuro”. Jordania planea exigir a los productores una sinopsis previa de los filmes e imponer nuevas tasas de rodaje.

Los furtivos besos de Mira, la alumna rebelde encarnada por la actriz Salma Malhas, a su novio Fahed (Yasir al Hadi), parecen haber sido la gota que ha colmado el vaso del puritanismo jordano. Los inquisidores que han quemado viva a la protagonista en la hoguera de Facebook y Twitter no mencionan los abusos de Tarik (Aldel Jarkas), el matón de la clase que orina sobre el acosado Yasin (Sultan al Jalil). Tampoco las misteriosas muertes que salpican de sangre la serie, como la del estudiante poseído por el genio maligno que se degüella a sí mismo en un ritual con sello yihadista.

La Royal Film Commission y la Agencia de Turismo de Jordania, que autorizaron y facilitaron el rodaje del equipo internacional de Jinn en Petra y Amán, se apresuraron a informar de que “no existió censura previa” del guion. “Es una decisión personal ver o no ver una serie de ficción, que en ningún caso se muestra como un documental, en una plataforma de suscripción”, respondieron a la ola de críticas, “aunque en ningún momento hayamos aprobado su contenido”.

Hace un año, cuando se anunció con gran boato la producción, las autoridades audiovisuales jordanas alabaron las bondades de un proyecto que iba a llevar al “mundo moderno el folclore de Oriente Próximo mediante una historia sobrenatural de amistad, amor y aventura de jóvenes en proceso de maduración”.

El gran muftí condena la “degradación moral”

El gran muftí condena ahora la “degradación moral” contenida en los capítulos de Jinn, mientras los Hermanos Musulmanes –movimiento islamista proscrito en países como Egipto aunque tolerado en Jordania– arremetían contra el “terrible crimen” cometido por la emisión de “escenas de obscenidad que ofenden al islam”.

A la hora de diseñar una serie dirigida al mundo árabe, Netflix parece haberse fijado más en la burbuja liberal de los distritos acomodados de Amán —una imagen que se asocia a la del rey Abdalá II y, en particular a su esposa, Rania— que en los barrios con refugiados palestinos y sirios de las ciudades de aluvión jordanas o el miserable medio rural beduino. Tras el aparente error de cálculo de su primera experiencia, la plataforma estrena este jueves Dólar, drama de producción original rodado en Líbano.

A pesar de sus inconsistencias y lagunas, el fiasco de Jinn viene a constatar una realidad patente en las calles de Oriente Próximo. Internet sigue agrandando la brecha abierta en la región por el estallido de la primavera árabe entre la clase patriarcal que permanece aislada en el poder (o la religión) y unas generaciones jóvenes que llevan tiempo conectadas al resto del planeta.

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Sobre la firma

Juan Carlos Sanz
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

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