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Batallas del bisabuelo Andrea Camilleri

Las memorias personales y políticas del escritor italiano, narradas dos años antes de su muerte como una larga carta dirigida a su bisnieta, se publicarán en otoño en España

Tereixa Constenla
Andrea Camilleri, en febrero de 1999.
Andrea Camilleri, en febrero de 1999.

Mucho antes de triunfar, Andrea Camilleri ya desplegaba iras bíblicas y humildades filosóficas. Cuando el éxito le dio el gran bofetón —el detective Montalbano, predestinado a morir en dos novelas, se convirtió en un fenómeno—, el siciliano se aferró a la máxima de Montaigne que le acompañaba desde joven: “Recuerda que, cuanto más subas, más culo enseñarás”. Puede que esto explique que el autor de 30 millones de libros vendidos —un club minoritario, aunque no forzosamente selecto— sea capaz de verse a sí mismo desde la distancia: “No me considero un gran escritor. En Italia se tiene la ambición de levantar catedrales; a mí, en cambio, me gusta construir iglesias rurales pequeñitas y sobrias”. Y este retrato ambivalente de un hombre que podía ser colérico y modesto, o rico y comunista, es el que el escritor quiso legar de forma directa a su bisnieta en Carta a Matilda, que publicará Salamandra en noviembre.

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Tenía 93 años el siciliano Andrea Camilleri cuando murió el miércoles en Roma. Dos años antes había decidido redactar su legado autobiográfico a la bisnieta que se colaba bajo su escritorio mientras él trabajaba. Lo hacía por una razón elemental: “Tengo la plena conciencia, debido a mi provecta edad, de que no se me concederá el placer de verte madurar día a día, de escuchar tus primeros razonamientos, de asistir al crecimiento de tu cerebro… estas líneas mías pretenden ser un pobre reemplazo de ese diálogo que nunca existirá entre nosotros”.

Dictó el texto, al igual que las últimas entregas de la saga de Montalbano, obligado por su ceguera. He aquí otra boya para rastrear la personalidad del escritor: “No ha sido nada fácil, en absoluto, podría haber decidido desentenderme de todo, incluido yo mismo, y en cambio, justo por esa confianza en el hombre y, en consecuencia, en mí he sabido encontrar una forma de reaccionar”. Tampoco la muerte le intimidaba más: “No me da miedo morir, simplemente me molesta sobremanera tener que dejar a las personas que más quiero”.

Así, a ciegas, también en sentido figurado “porque no consigo imaginarme cómo será el mundo dentro de 20 años”, esbozó unas memorias en las que repasa casi un siglo de su vida y de la de Italia, reflexiona sobre hechos acuciantes del presente y se abstiene de hacer recomendaciones para el futuro. Como mucho, dos apuntes para avanzar: aferrarse a un ideal “con firmeza, pero sin sectarismo” y recordar que “derrotada o victoriosa, no hay bandera que no destiña al sol”. Camilleri fue testigo del significado de algunas banderas y de la destrucción que desataron. Él mismo empezó siendo un niño fascista que los sábados se iba de maniobras en Sicilia y que a los 10 años escribió a Mussolini para ofrecerse como voluntario para luchar en la guerra de Abisinia (1935). De los días de la dictadura recuerda que los hijos de los campesinos “iban al colegio con los zapatos colgados del cuello para no gastarlos”, la exclusión de los estudiantes judíos de la escuela y su primera crisis política sobre las promesas del nazismo. “Me daba cuenta de que hacerme fascista había supuesto un error garrafal, pero me sentía como una especie de traidor”.

Malraux y La condición humana le abrieron la puerta hacia otra posición política que ya no abandonaría hasta su muerte —el comunismo— por más que este le abandonase a él (renunció a la militancia cuando la formación se transformó en el Partido Democrático de la Izquierda). Una filiación que le frustró en 1955 el acceso a la RAI, tras una oposición que había superado.

En Carta a Matilda hay bombardeos aliados y días felices sin dinero en Roma, hay amistades duraderas y un amor rotundo con Rosetta Dello Siesto —ya casados, llegan a alquilar un estudio para verse a solas, sin el incordio de sus tres hijas y sus respectivas suegras— y hay, por todas partes, un compromiso con el mundo. A Camilleri, que rechaza ofertas para convertirse en senador, le preocupan la deriva europea y los bandazos italianos. Lamentaba el racismo de sus compatriotas, la corrupción sistemática —cuenta un par de burdos intentos de soborno— y la impunidad mafiosa. En Sicilia sale ileso de un atentado en 1986 y, preso de su característica rabia, intenta hacerse con un revólver para responder mientras le silban las balas.

Con la ligereza marca de la casa, narra tanto los momentos ridículos —el día de su boda, Rosetta le abofeteó después de que él le arrojase la chaqueta tras una crítica— como los trascendentales. Transita del teatro —al que dedica sus primeras décadas de vida profesional— a la literatura tras las noches en vela que comparte con su padre, a las puertas de la muerte, donde hablan como solo se puede hablar con alguien que se va a morir. De la promesa que le hizo a su progenitor salió El curso de las cosas (1968), una ópera prima inadvertida.

Fue el escritor Leonardo Sciascia quien le puso en contacto con Elvira Sellerio, que se convertiría en su editora de por vida a partir de La matanza olvidada y quien le obligaría a perpetuar la figura de Montalbano después de vender 800.000 libros el primer año. “Obedecí a regañadientes, en parte porque me consideraba incapaz de soportar a un personaje que se repitiera”. Desde entonces Camilleri ha odiado y amado a Montalbano a partes iguales. “He acabado siendo un escritor de enorme éxito, aunque quiero confesarte que nunca he conseguido explicarme los motivos”.

“Hacer política siempre me ha parecido un deber, pero nunca he querido ser político”

Paternidad. "Durante 20 años trabajé sin tregua: dirigía en el teatro, en la televisión, en la radio, daba clases [...]. No podía estar junto a mis hijas, que iban creciendo [...]. Una hizo una redacción sobre mí donde decía: 'Mi padre, cuando vuelve a casa, se pelea con mi madre. Luego se encierra en su despacho y lee guiones. Por la noche sale y vuelve al día siguiente. A veces consigue poner en marcha una lavadora".

Europa. "Al dejar morir a Grecia [en la Gran Recesión], Europa efectuaba en mi opinión un auténtico matricidio, puesto que toda nuestra cultura filosófica, literaria, científica y artística nació en Atenas y alrededores. No creo que esta Europa pueda sobrevivir mucho tiempo si no cambia radicalmente muchas de sus leyes".

Teatro. "Nunca he creído en los intentos extravagantes de algunos directores, y menos aún en los falsos fuegos artificiales que pueden crearse con facilidad en el escenario. Para mí, el texto teatral lo era todo".

Terrorismo. "Recurriendo a la falsedad, los partidos de derechas han equiparado inmigración y terrorismo, lo que ha aumentado el nivel de miedo. Se trata de una falsedad ampliamente demostrada por los hechos... Se ha descubierto que más del 90% de los terroristas, entre ellos los que han actuado en Francia, Inglaterra y Bélgica, eran ciudadanos de esos países e hijos de gente que había emigrado muchos años atrás. El enemigo no viene de fuera con los inmigrantes, sino que está ya en el lugar donde ha nacido y se ha educado".

Corrupción. "Si antes se justificaba como una financiación ilícita de los partidos, ahora ha pasado a ser una forma personal de embolsarse un dinerito inmerecido".

Política. "He llegado a recibir de algún lector mensajes de protesta por las idea políticas que he prestado a Montalbano [...]. Hacer política siempre me ha parecido un deber, pero nunca he querido ser político".

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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