El cuadro con el que Monet rompió el arte y el mercado
Cuando el pintor finalizó en 1891 su serie de 25 almiares, en las laderas de Giverny, la historia del impresionismo entraba en su fase más madura y exitosa
Nevaba, llovía, unos días soplaba el viento y otros apretaba el calor. Pero no se movió de aquella ladera a lo largo de aquel año. Monet llegó tras la cosecha de 1890, donde se encontró con esas montoneras de trigo esparcidas por la campiña recién segada y el impacto sobre sus inquietudes urbanitas fue sobresaliente: su obsesión por detener el efecto del tiempo en aquellos almiares no cesó hasta la versión número 25. El pasado lunes, en la casa Sotheby’s de Nueva York, se vendió una de ellas por 110 millones de dólares (98 millones de euros) –un precio 44 veces más alto del esperado–, la cifra más elevada pagada por una impresión de los pintores que a finales del XIX sacaron sus caballetes al aire libre.
En los años noventa, con la venta de los almiares, Monet comenzó a disfrutar de ingresos suficientes
Monet había madrugado para crear el impresionismo 18 años antes. Fue en la mañana del 13 de noviembre. Se levantó a las 7:35 para capturar el amanecer en el puerto de Le Havre, desde una habitación del Hotel de l’Amirauté”. Lo tituló Impresión, sol naciente y fundó el impresionismo. Y en él se mantuvo –de muy diversas formas– hasta el año de su muerte (1926). Repitió que su único objetivo era “pintar directamente a la naturaleza, esforzándome por reproducir mis impresiones frente a los efectos más fugitivos”. Fue fiel a lo volátil el resto de su vida, lejos de las habitaciones de hoteles, en pleno campo.
Sin embargo, desde aquel sol naciente hasta la economía potable pasa mucho tiempo. Con cincuenta años empieza a ver la luz a fin de mes. “Los primeros éxitos de Monet los cosechó a partir de 1889, cuando compartió exposición con Rodin. En los años noventa comenzó a disfrutar de ingresos suficientes, y para 1895 su reputación en EEUU era ya mayor que la de los demás impresionistas”, cuenta la historiadora Phoebe Pool, una de las investigadoras más populares del movimiento. Hace 130 años Monet, con los almiares de Giverny, iniciaba el camino hacia el estrellato del impresionismo, que ha culminado esta noche, en Nueva York.
La madrina del impresionismo
En 1891 su marchante, Durand-Ruel, monta una exposición en su galería con 15 de los almiares. Entre ellos está el subastado esta semana, que “cautiva” a la coleccionista estadounidense Bertha Honoré Palmer, mujer del millonario de Chicago, Potter Palmer. El cuadro y otros ocho más de la misma serie regresaron con ella a su residencia norteamericana. Bertha llegó a acumular 29 pinturas de Monet y 11 de Renoir, y cambió la tendencia del mercado del arte de su país, que se mantenía fiel a la realista escuela de los pintores Barbizon mientras ella apostaba por la vanguardia impresionista.
Monet escribe mientras pinta los almiares que hace falta un trabajo muy detallado para reproducir lo que quiere: la instantaneidad
El récord de venta deja constancia de la importancia de los almiares en el devenir del mercado del arte (de la serie completa, una docena se conservan y exponen en museos norteamericanos). ¿Fueron tan decisivos para la historia del arte? Sin lugar a dudas. Monet inicia un recurso esencial con estas vistas: las series. Phoebe Pool dice que las series de Monet “son la esencia misma del impresionismo”. Y el pintor lo constata en octubre de 1890, en una carta dirigida a su amigo y periodista Gustave Geffroy: “Estoy empezando a trabajar tan despacio que me siento desesperado, pero cuanto más sigo, tanto más veo que hace falta un trabajo muy detallado para reproducir lo que quiero: la instantaneidad y, sobre todo, el envoltorio, la misma luz esparciéndose por doquier, y más que nunca me siento descontento con las cosas fáciles que llegan a la primera pincelada”.
El inicio del cambio
Hacia un par de años que Monet había radicalizado su pincelada. Las vistas de la localidad de Antibes eran bravas en su ejecución improvisada, brillantes en su cotidianidad y destructivas con el realismo comedido y exacto. La textura emborronada y desagradable de aquellas vistas molestaba a los críticos más puros. Guy de Moupassant acompañaba a Monet en sus encuentros con el trigo y comparó la vida de su compañero con la de un cazador de pieles. “Se había vuelto casi tan irritable y taciturno como Cézanne, que con frecuencia se sentía frustrado por los rápidos cambios de luz y también a menudo destruía sus lienzos”, cuenta la historiadora Phoebe Pool.
La mancha de Monet
Para el último Monet, la pintura fue una experiencia visual y emocional total. Es el Monet que se aísla en Giverny, una naturaleza hecha a su medida, que tampoco respetaría en sus cuadros. El origen de esta visión radical está en los almiares, 30 años antes. Hay un color, el azul, en todas sus variantes. Lo enfrenta a verdes imposibles, naranjas estridentes, rosas que gritan y blancos que se retuercen. Es exigente y detallista, hace crecer los empastes y las capas el lienzo, sin evitar las pinceladas amontonadas unas encimas de otras. A veces aplica directamente desde el tubo. Pura mancha, sin pudor.
La clave de estos alminares que absorben luz y emanan colores que se chillan entre sí, la planteó Kandinsky, tras ver en 1895 uno de los cuadros de la serie, en Moscú: “La pintura asumió una fabulosa fuerza, un fabuloso esplendor, y al mismo tiempo el objeto se desacreditaba a sí mismo inconscientemente como elemento esencial del cuadro”, escribe. Era así, Monet había dado el primer paso para destruir el objeto de su mirada y quedarse sólo con la pintura. La culminación de su genial “atentado” sucederá tres décadas después, con su serie de los nenúfares, pintando una y otra vez las manchas de su jardín de Giverny, a pocos metros de las laderas donde admiraba las diferencias de los mismos alminares de cada día.
Babelia
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