Poética de la memoria
Ida Vitale relata en ‘Shakespeare Palace’ su vida durante su exilio en México en homenaje a su marido Enrique Fierro
En junio de 1973 Juan María Bordaberry, presidente de Uruguay elegido dos años antes, disolvió el Parlamento y pactó con los militares la instauración de un régimen abiertamente dictatorial. Fue el primer capítulo del horror que se avecinaba sobre el Cono Sur: en septiembre de ese año, Pinochet se hacía con el poder en Chile; en marzo de 1976, Videla, al frente de otra jauría de delincuentes uniformados, usurpaba el Gobierno en Argentina. Muchos intelectuales de esos países fueron abocados al exilio; México fue el destino principal de los que se quedaron en América Latina. Este libro abarca los años que coinciden, a grandes rasgos, con la duración de la dictadura en Uruguay: hasta que, tras un plebiscito perdido por los golpistas, Julio María Sanguinetti asumió como presidente democrático. Entonces Ida Vitale regresó al país junto a su marido, Enrique Fierro, también poeta, quien asumió la dirección de la Biblioteca Nacional. Unos años más tarde volverían a marcharse, esta vez a Austin (Texas), donde ambos fueron profesores de literatura. La muerte de Fierro en 2016 (el “final imprevisto” que cierra este volumen) precipitó el regreso definitivo de Vitale a Montevideo. El presente libro es, visiblemente, un homenaje a él.
El asunto de Shakespeare Palace son las experiencias, trabajos, amigos, anécdotas y reflexiones de esos casi 11 años de vida en la Ciudad de México. Una evocación dispuesta en forma de mosaicos porque renuncia desde un principio a la reconstrucción lineal. Al contrario, declara su vocación de seguir la lógica imprevisible de la memoria: “A veces los recuerdos eligen aparecerse por vías absurdas, que poco tienen que ver con lo que estábamos pensando”, declara. Se escribe para recordar y para dejar constancia de lo vivido, para sustraer lo memorable “de la neblina destructiva que reina allí donde no se protege de las tinieblas el corazón del pasado”. Así, cuando empieza a dar clases en el Colegio de México, esa ciudad “inmensa y desconocida”, recuerda sus comienzos en Montevideo: comienzo ya trabajoso entonces, según cuenta: “Yo ya tenía hija e hijo y había ocupado muchos años de mi vida en leer y escribir”. Porque, si bien estas páginas están llenas de entusiasmo y buen humor, cuando Ida Vitale (Montevideo, 1923) se vio forzada a abandonar su país tenía 50 años, y ya había publicado varios libros y formado parte de una brillante generación de intelectuales uruguayos. Una de las figuras destacadas de ese grupo, conocido como generación del 45 o generación crítica, el gran ensayista Ángel Rama, fue su primer marido y el padre de sus hijos.
El exilio es un capítulo insoslayable de la literatura y la historia intelectual de América Latina, particularmente entre la década de 1960 y la de 1980: los poemas de Juan Gelman escritos en Barcelona o en Roma o la evocación habanera de Cabrera Infante desde Londres —con qué frecuencia se olvida que lo de Cuba también es un exilio, que dura todavía— son solo una parte de esa triste diseminación. Vitale evita toda conmiseración de sí misma, pero no deja de mostrar el modo en que el exiliado se ve abocado a una suerte de juventud a destiempo: hay que volver a empezar de cero, en un medio desconocido y no siempre amable. En tal situación los amigos son salvíficos y los favores se recuerdan para siempre: Elena Jordana, poeta argentina que vivió muchos años en México y que acogió a Vitale y Fierro recién llegados (fueron vecinos en el edificio al que alude el título Shakespeare Palace), tiene un lugar destacado en esa formación. Y muchos otros escritores: Ulalume González de León (poeta mexicana nacida en Uruguay), Juan José Arreola, José Emilio Pacheco, Tomás Segovia, Efraín Huerta, Guillermo Sheridan, Álvaro Mutis, Inés Arredondo; Alejandro Rossi trae, por analogía, el recuerdo del poeta argentino Alberto Girri. También hay un encuentro indeleble con García Márquez. Todo parece preparado para la irrupción del gran jefe: Octavio Paz. Vitale lo evoca como el supremo estratega de la vida intelectual: le encarga un artículo para Vuelta, decide que no le conviene, lo paga pero no lo publica. En el trasfondo de todo el cuadro, otro exiliado que había sido, en la época estudiantil montevideana, el primer maestro: José Bergamín.
Uno de los atractivos no menores que deparan estos mosaicos es la prosa de registro amplio, sin afectación y, a la vez, a salvo del léxico empobrecido y la sintaxis elemental que caracterizan nuestro tiempo. En una época en que el uso de la lengua parece limitarse a unos pocos acordes, Vitale suena a armonía segura y por eso mismo sugestiva: “El tiempo cae como lluvia que deslava las pendientes y mueve la realidad”; y “la sensación que el exiliado tiene de vivir en una situación de inferioridad, de dependencia, casi de sumisión” acentúa “la necesidad con su cara de talibán —lo de hereje nunca me ha impresionado—”. Debe ser la gran admiración que Vitale infunde en sus editores lo que ha llevado a respetarle incluso las erratas: paréntesis que se abren y nunca se cierran (página 88), y asteriscos que pellizcan la página sin referir a nada (página 199), entre otras. Para compensar, desde la portada se nos recuerda que la autora ha ganado el Premio Cervantes, motivo por el que se ha rescatado su volumen misceláneo Animales y plantas (Tusquets) y recopilado una selección de sus artículos sobre literatura: Resurrecciones y rescates (Fondo de Cultura Económica). Brindemos por ella y por la alta elegancia de su poética de la memoria.
Shakespeare Palace. Mosaicos de mi vida en México. Ida Vitale. Lumen, 2019. 231 páginas. 17,90 euros.
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