El carácter disponible
Diego Galán asumió el riesgo de ser incomprendido, y lo fue en grado sumo, pero nunca culpó a la mancheta de sus errores
No dijo no nunca. En aquella época en que EL PAÍS parecía un avión de propulsión a chorro, lo único que teníamos almacenado para saber de cine era una enciclopedia de portadas rojas que nos prestó Diego Galán y que aquí se quedó para siempre. Fue uno de sus tantos regalos.
Regalaba su conocimiento, su tiempo, su risa, su casa, sus relaciones, sus contactos, lo que le pidieras. Además de aquella enciclopedia vieja, le regaló a EL PAÍS lo que el periódico ya no podrá devolverle nunca: su generosidad, su estilo, su presencia. Asumió el riesgo de ser incomprendido, y lo fue en grado sumo, pero nunca culpó a la mancheta de sus errores. Era rápido, ávido de vida. Cuando llegaron, no dejó que supiéramos de sus desgracias. Las disimuló hasta el final. Venía de una generación que atravesó el camino que había del franquismo a la Transición. Aunque ese bagaje hubiera bastado para que entrara en el periódico como titular de un crucero al que tenía derecho, hizo con Jesús Fernández Santos un tándem del que ninguno sintió reparo. Después, cuando se hizo cargo del Festival de San Sebastián, el diario asumió el magisterio inigualable de otro Fernández-Santos, Ángel. Este Ángel fue la otra memoria del cine, en este caso viva, fumadora, de sintaxis ejemplar y de cabeza sin agujeros, que circuló por las venas del periódico en las épocas previas a Internet, que sacó de las mesas los libros y los papeles.
Le pedías obituarios, reseñas, críticas que había que hacer a la velocidad con la que entonces se pedían las cosas y Diego respondía con una energía sin sueño. Su muerte es injusta como todos los finales. A él, el cine le dio la vida, e incluso le ofreció gratitud por lo que hizo. Dijo, al despedirse de esa comunidad de genios insomnes, que el último homenaje, el de la Academia, le hizo llorar. Este adiós de ahora es un llanto que solo se puede ahogar con la memoria que él nos deja.
Babelia
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