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Desde el puente
Columna
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El último presidente de la República

José Maldonado entró en España de puntillas, por la puerta falsa y se instaló en un pisito en los altos de Fuencarral. No recibió ni un saludo, ni una llamada

Recibimiento en la estación de Oviedo a José Maldonado (primero por la izquierda) en 1977.
Recibimiento en la estación de Oviedo a José Maldonado (primero por la izquierda) en 1977.Asociación José Maldonado

El asturiano José Maldonado, nacido en Tineo en 1900 y muerto en Oviedo en 1985, fue el último presidente de la Segunda República. Cuando lo conocí vestía un traje marengo y una corbata negra sin nudo en forma de lengua. Tenía la piel fina, de limón tostado, con los párpados oblicuos detrás de los lentes. Se movía con modales antiguos, de aromática cortesía masónica, esencia de un frasco que se rompió en 1936.

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"Al salir de España hacia el exilio me instalé en un pueblecito al sur de París, donde tenía un amigo. Y desde allí fui reculando a medida que avanzaban los alemanes, primero a Burdeos, después a Toulouse, con toda la familia a cuestas. Luego los franceses me confinaron, sin un duro, a Bagnères de Luchon. Yo era subsecretario de la Presidencia del primer Gobierno de Albornoz, que tenía que ganarse la vida cubicando madera en una serrería. Cuando terminó la guerra mundial subí a París y allí me dediqué a dar clases de español en un liceo y en la nueva Universidad de la Sorbona. Ahora puede que resulte grotesco, pero después de ser subsecretario de la Presidencia, pasé a ministro de Justicia en el segundo Gobierno de Albornoz. En 1966 fui nombrado vicepresidente de las Cortes republicanas en la sesión que se celebró en México con sesenta diputados vascos, catalanes, socialistas, amigos de Bayo, de Negrín y de Llopis. A la muerte de Jiménez de Asúa, en 1970, ocupé automáticamente la presidencia de la República española. Ya sé que era un título arbitrario, puramente testimonial y simbólico; me daba cuenta de las pocas posibilidades que tenía nuestra posición, pero había que tener levantada a toda costa la bandera de la legitimidad. Después de todo, había una lógica. Desde la renuncia de Azaña, la Presidencia de la República se había sucedido a sí misma en un perfecto orden legal: Martínez Barrios, Jiménez de Asúa y un servidor, según el escalafón de las Cortes. Por razones biológicas, cada vez éramos menos, la muerte nos iba dejando en cuadro. Al final, todo quedó reducido a un Gobierno minúsculo, con un ministro de Justicia, que era notario mayor y levantaba las actas; un ministro de Hacienda, que llevaba las cuentas, y un ministro de Economía, que administraba el poco dinero".

Era un Gobierno que mandaba sus decretos por medio de un ciclista. Tenía embajadores en México y en Yugoslavia. Celebraba Consejo de Ministros en un bistró, en la tertulia del café o paseando por la acera, arriba y abajo, cualquier mañanita de sol en París. El presidente de. la República evacuaba consultas con el primer ministro después de la clase y el titular de Justicia llevaba él mismo su ropa a la lavandería. Se condecoraban, se relevaban en los cargos, se repartían carteras, cabían en un taxi.

"Primero tuvimos un local espléndido que nos cedió gratuitamente el Gobierno francés. Estaba en la avenida del Bosque. Después nos trasladamos a un pisito muy humilde, en una planta baja, en Boulogne de Vignancourt. Tenía tres habitaciones, comedor, cocinita y baño. Había unos ficheros. Una secretaria llevaba la correspondencia y se editaba una hoja de propaganda. Yo no iba al despacho a diario, pero Fernando Valera, presidente del Gobierno, acudía invariablemente allí todas las mañanas. Cada uno tenía su habitación. Por aquel pisito pasaba gente de la oposición del interior. Dionisio Ridruejo vino muchas veces a vernos. Y también Gil Robles, cuando se estaba preparando lo que se llamó el contubernio de Múnich, en 1962. Por su lado, Tierno Galván trataba con los socialistas de Llopis y el conde de Motrico estaba en relación estrecha con los vascos del exilio. Nos movíamos en un círculo de intelectuales franceses de la izquierda. Mitterrand nos quería mucho, pero nuestro mejor amigo era Albert Camus. Mientras vivió no dejó de acudir a nuestras reuniones y de intervenir en los actos públicos. Nosotros habíamos creado un título que se llamaba Orden de la Liberación de España. A los que nos ayudaban, les condecorábamos. Uno de ellos fue Albert Camus. Era muy cordial, exuberante, apasionado y, en otro aspecto, muy frío. Tenía algo de anarquista español. Él me contaba que de niño, en su casa de Argelia, se guardaban todavía las formas del machismo levantino. Los hombres comían primero, todos a la vez, y las mujeres esperaban de pie a que terminaran para sentarse a la mesa.. Ese era nuestro ambiente en París. Jean Casou también se portó agradablemente con nosotros. No así Jean-Paul Sartre, que se distanció en cuanto se hizo famoso. Por aquel pisito pasó mucha gente. También vino a verme el escritor Juan Benet, que quería presentarme a un amigo republicano. Me dijo: "Ánimo, que en el partido de Dionisio ya somos treinta'. Me reunía con Leizaola y Tarradellas. A este le tuve que soportar el carácter agrio y esquinado, aunque reconozca que tiene un gran temperamento político".

Tarradellas llegó a Barcelona en olor de multitud. Leizaola fue recibido con ikurriñas, txistus y tambores. José Maldonado, último presidente de la República, entró en España de puntillas, por la puerta falsa y se instaló en un pisito en los altos de Fuencarral. No recibió ni un saludo, ni una llamada, como si fuera un español anónimo que volvía de la vendimia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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