Leila Slimani: “El hogar es un espacio político, de violencia y de combate”
La ganadora del Goncourt retrata en su cruda ‘En el jardín del ogro’ la vida de una mujer adicta al sexo
Leila Slimani perturba. Dos veces: por la contundencia de lo que dice; por la serenidad, tan bella como fría, desde donde lo hace. Así son también sus novelas. En la más famosa, el thriller Canción dulce (premio Goncourt, 2016; primera mujer magrebí en ganarlo), inquieta Louise, niñera casi tan perfecta como Mary Poppins, una cara que es “un mar en calma, del que nadie sospecharía los abismos que encierra”; invisible e indispensable, invadirá la casa donde trabaja hasta inundarla de puro dolor. En su obra anterior, El jardín del ogro (su primera novela, que ahora publica en España también Cabaret Voltaire), Adèle, en principio felizmente casada y con un hijo (aunque la maternidad se intuye como estrategia para cortar la tentación de una huida hacia adelante), enlaza un coito salvaje con otro con el primero que encuentra (“no sentía deseo. A lo que aspiraba no era a la carne sino a la situación”).
Hay concomitancias entre aquella Louise y esta Adèle: una pequeña altivez, una vida muy matemática; un hablar parco de frases breves… “Son personajes que no puedo escribir con estilo lírico, piden esa cierta distancia sentimental, algo seco; eso me ayuda también a no juzgarlas. ¿Por qué son así? No percibí las coincidencias; a mí me obsesiona la soledad y para ellas es muy importante: están solas porque no hablan, no se comunican bien con los demás, tienen el convencimiento de que los otros no las entienden ni las van a entender nunca; son mujeres que tienen la sensación de estar solas en el mundo, como los personajes de Albert Camus”, retrata la escritora franco-marroquí, de visita en Barcelona.
Tras la influencia de Mbappé
Leila Slimani se va por las mañanas al cine y escribe durante el mediodía. Mientras está con un libro, no lee nada, para que no le influya, dice. “La excepción es Marguerite Duras; no sé por qué, me calma, es lo único”, dice antes de enumerar de corrido a su amados autores rusos y a Toni Morrison y Joyce Carol Oates. Nombrada en noviembre de 2017 representante personal de Emmanuel Macron para la Francofonía (“lo que abordamos queda entre nosotros”) y asidua en los medios, una revista francesa la declaró la persona más influyente de Francia… tras el futbolista Mbappé. “No sigo esas cosas; pero hace unos meses vinieron a verme una chica y un chico homosexual marroquís para ver cómo podían cambiar sus circunstancias; ‘nos gustaría hacer como tú, tener la libertad de tus personajes’, me dijeron; esa influencia sí me interesa”.
Slimani (Rabat, 1981) cita al autor de El extranjero, pero cuando leía En el jardín del ogro, la madre de la escritora (médico, laica como su marido, banquero) le dijo a su hija que le pareció “una Madame Bovary X”. “Es cierto que la temática es un poco trash y cruda y sí, como en la de Flaubert, el marido de Adèle es médico y también viven en Normandía… La escribí pensando en tres personajes: Anna Karenina, Madame Bovary y la Thérèse de François Mauriac; es la mujer burguesa que se aburre y que busca la pasión, que en su caso encuentra en el sexo”. Aunque ni ese frenesí la llena: “Tampoco creo que le ocurra al alcohólico que bebe y bebe o al ludópata que juega sin cesar; ella podría hacer el amor con la humanidad entera y no hallaría satisfacción”. Pero, en cambio, sí parece que el sexo sirve para abolir códigos sociales y legales, lo que emparentaría En el jardín del ogro con el mensaje de la obra de Virginie Despentes. “El sexo es un arma revolucionaria en la medida en que en el sexo todo el mundo es igual, ahí no hay clases sociales; cuando dos personas están juntas unidas por el sexo, mientras mantienen relaciones sexuales todos los códigos sociales desaparecen; uno está fuera de todo rol: sólo es el momento del sexo”.
Adèle, en algunos momentos de una novela de ritmo y prosa cortante que son marca de la casa, da la imagen de una mujer que es también sujeto de provocación sexual, algo que quizá no encajaría en los patrones de movimientos como el Me Too. “Entiendo y acepto el Me Too porque está al lado de los derechos de la mujer, pero no debe interferir en la moral de la sexualidad femenina; toda mujer ha de hacer el amor como quiera y escoger el tipo de erotismo que le plazca; no hay moral para eso. El Me too no entra en mi habitación; en la pareja, si están de acuerdo, hacen lo que quieren; aquí, la clave es el consentimiento”, dice la autora de Sexo y mentiras. La vida sexual en Marruecos, en el que recoge crudos testimonios de mujeres de su país, donde el adulterio se penaliza con dos años de cárcel; la actos homosexuales, con tres, y “los que tienen algún poder sostienen el mismo discurso: ‘Haced lo que queráis, pero a escondidas’”.
Aunque quiso estudiar psiquiatría, Slimani, afincada en Francia, rehúye calificar a sus protagonistas, y menos de depresivas: “La psicología de mis personajes se traduce a través de sus actos, se definen por lo que dicen o hacen; pero me gusta que el lector pueda imaginar cualquier cosa con ellos”. Suelen estar encuadrados en matrimonios pequeñoburgueses con hijos, consumiéndose en su autoexplotación laboral: “Están cansados porque están siempre en diversos planos de la vida a la vez y eso es fatigante incluso físicamente; la mayoría de las parejas que conozco están así y en un contexto de crisis, viviendo peor que sus padres al perder poder adquisitivo; es una parte de la sociedad que tiene buenas intenciones, pero que no pueden aplicarlas”.
Se mueven, además, en una violencia latente de baja intensidad y con una sensación angustiosa: uno mismo puede introducir el mal en su propio domicilio. “Hoy, la casa, lo doméstico, es el primer lugar de violencia en el mundo; el hogar es el lugar de la violencia: de hombres sobre mujeres, de padres sobre hijos, de señores sobre el servicio doméstico…. Existe la creencia de que el hogar es un lugar de ternura, de paz y, en cambio, es un espacio político, de combate”, admite. Con El jardín del ogro, pero sobre todo con Canción dulce, Slimani quería demostrar que “la violencia existe por todas partes y que es silenciosa, muchas veces no se ve: violencia es una palabra que se dice, un gesto que se hace, una sonrisa cuando no toca… son pequeñas cosas la que la generan también, no todo es un hombre que se levanta por la mañana y le pega un tiro a su mujer”.
También tiene su punto tristemente agresivo la reducción del amor a “solo paciencia, una paciencia devota, ferviente, tirana, optimista contra toda razón”, como escribe. “El amor, el sentimiento amoroso, no se puede mantener demasiado… Me intimida escribir sobre el amor; es más fácil hacerlo sobre sexo”, dice. Perturbador.
Babelia
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