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Leila Slimani, desafío literario al integrismo

Ed Alcock
Álex Vicente

SU ABUELO no veía contradicción alguna entre practicar el Ramadán y después disfrazarse de Papá Noel para sus nietos. En la mesa familiar se sentaban una abuela alsaciana que hablaba alemán y un tío judío a quien la Resistencia francesa protegió durante la guerra. Un abuelo argelino que había sido coronel del Ejército colonial convivía, codo con codo, con otra abuela de religión católica, pero que había peregrinado a La Meca. A ratos se peleaban, pero casi siempre lograban coexistir en paz e incluso entre risas. Leila Slimani (Rabat, 1981) sueña con una sociedad que se parezca a esa familia. Periodista y autora de varios artícu­los donde se ha opuesto con virulencia al islamismo, también ha firmado dos novelas. La última, Canción dulce (Cabaret Voltaire), inspirada en el caso real de una niñera que mató a los niños que cuidaba, ganó por sorpresa el último Premio Goncourt, convirtiéndola de la noche a la mañana en uno de los nombres más prometedores de las letras francesas. La cita con la escritora es en París, donde Slimani, de educación musulmana pero francófona –admite hablar mal el árabe–, llegó a los 17 años para seguir con sus estudios. Amable pero reservada, harta de la atención constante que se le ha prestado en los últimos meses, dice que preferiría terminar su nuevo ensayo, sobre la vida sexual de los magrebíes, que pasar sus jornadas concediendo entrevistas. Jura que su lema es el siguiente: “Mi pluma es mi arma”.

¿Qué ha cambiado con el Goncourt? Ahora estoy más ocupada y se presta más atención a lo que hago. Pero, en lo esencial, no ha cambiado nada. Ni mi vida ni mi persona. Es un honor y una alegría, pero intento no tomarme por alguien más importante de lo que soy. Lo fundamental es seguir trabajando. Tengo solo 35 años y toda una vida por delante, que pienso dedicar a la escritura.

¿El premio no le ha hecho sentirse legitimada? No. La literatura es un oficio dominado por la duda. Obtener un premio, por importante que sea, no te inmuniza contra el hecho de escribir una novela malísima. Por otra parte, es clave conservar ese sentimiento de ilegitimidad, porque es un motor en la escritura y en la vida. Es lo que te hace seguir adelante. Perder ese sentimiento de impostura sería caer en una trampa. Para los escritores esa angustia no es nociva.

Tras recibir esa recompensa declaró que veía en ella una triple dimensión simbólica, por ser mujer, joven y magrebí. En realidad, no quiero ser un símbolo de nada. Los símbolos son inmóviles como las estatuas. Y a mí no me gustan las estatuas. Prefiero ser un modelo o un ejemplo. Gracias a este premio, tal vez haya quien se diga que ser una mujer joven de origen extranjero no es un obstáculo en un mundo como la literatura, tradicionalmente dominado por hombres blancos y mayores.

¿Usted tuvo modelos? Cuando se escribe no siempre es bueno tenerlos. Me encantan Chéjov, Zweig o Beauvoir, pero cuando te pones a escribir no puedes observarlos desde lejos, con admiración, como si fueras una niña pequeña. Diría que mis verdaderos modelos han sido mis padres. Me enseñaron lo que era el humanismo, el respeto por la dignidad humana. Me inculcaron que cada ser es merecedor de respeto, ya sea blanco o negro, viejo o joven, hombre o mujer. También me transmitieron el pudor respecto a tus opiniones políticas y religiosas, la humildad de no aspirar a obligar a los demás a que piensen igual que tú.

“no tengo problemas en reconocer que soy cobarde y que me callo cosas por temor a una sorpresa desagradable”.

Pese a sus diferencias de estilo, forma y estructura, su libro parece beber de la literatura del siglo XIX, cuando autores como Balzac, Hugo o Zola adoptaron París como observatorio de las diferencias sociales. Son referencias fundamentales para mí. Gracias a ellos, cuando vivía en Rabat supe lo que era París antes de poner un pie en ella. Me resulta imposible contar qué es París sin recurrir a esos autores. Pero, al mismo tiempo, creo que no han sido una referencia directa. No los releí para escribir Canción dulce, opté por una escritura más depurada y menos descriptiva. Pero comparto la idea que pregonaron Zola o Balzac: todo novelista debe observar a sus contemporáneos y dejar una huella de lo que ha sido su época.

Cuando observa a sus contemporáneos, ¿qué es lo que ve? Veo una gran contradicción entre las palabras y los hechos. Veo una sociedad dividida entre las buenas intenciones, favorable a la diversidad y a la igualdad, y una serie de estratos muy antiguos pero plenamente vigentes: la jerarquía social, la lucha de clases, la condición de las mujeres y su manera de afrontar la maternidad… En el libro he intentado mezclar unas cosas con las otras, superponer tiempos y problemas distintos, y luego ver qué sucede.

¿Considera que la desigualdad y la miseria son las mismas que hace dos siglos? Desde luego. Cuando uno lee libros sobre el París o el Londres del siglo XIX tiene la impresión de que la pobreza y la indignidad eran mucho mayores. Más visibles y también más terribles. Hoy la mortalidad infantil ya no es la misma y los niños tienen prohibido trabajar, pero eso no significa que no sigan sucediendo cosas muy preocupantes.

¿Por ejemplo? Acabo de regresar de San Francisco, la ciudad que, proporcionalmente, cuenta con el mayor número de indigentes del mundo. Que un país tan rico, con tantos recursos y tanto espacio permita eso… Y lo más terrible es que están ahí, pero se han vuelto casi invisibles. Duermen en plena calle, muertos de hambre y drogados, mientras sus conciudadanos pasan de largo sorbiendo un café de seis dólares comprado en Starbucks. Existe una increíble indiferencia respecto a una parte de la población que vive casi como en la Edad Media. Solo los separan unos kilómetros de Silicon Valley, uno de los lugares más ricos del mundo, desde donde se nos dice sin parar que, gracias a la tecnología, todos los problemas serán erradicados. La verdad es que me resulta atroz.

En el libro sugiere que esa miseria social, si bien nunca justifica un crimen, sí puede ayudar a entenderlo. En efecto, el término justificar resulta complicado. Pero el trabajo de un artista o un escritor consiste, como apunta, en tratar de comprender. No existen razones simples o binarias para explicarse lo que sucede en mi libro, pero no se debe ignorar que la miseria provoca violencia y locura, y que puede empujar a cometer actos terribles. Cuando uno hiere a un animal, este se vuelve contra su agresor y es capaz de devorarlo. Incluso cuando está domesticado.

Ese discurso despierta rechazo, para empezar en la clase política. Tras los atentados de noviembre de 2015 en París, el entonces primer ministro, Manuel Valls, dijo que “intentar comprender era una forma de empezar a excusar”. Me parece gravísimo, pero eso no sucede solo en Francia. ¿Qué líder europeo habla hoy de las consecuencias de la pobreza? ¿Qué político dice en España, Italia o Grecia que esa miseria es susceptible de volvernos locos o de empujarnos al suicidio? ¿Qué saben nuestros políticos de esa miseria?

Y usted ¿qué sabe de esa miseria? No la conozco en mis carnes. Pero, como todo escritor, no necesito haberla vivido personalmente para contarla. Trabajé mucho tiempo como periodista y he estado sobre el terreno. He observado y he preguntado. Y, sobre todo, he aprendido a escuchar.

Ha dicho que creció “en una burbuja”. ¿A qué se refiere? Procedo de un entorno burgués y sin problemas de dinero. Pasé mi infancia y adolescencia en un país pobre y casi dictatorial, el Marruecos de Hassan II, pero no estaba ciega respecto a lo que me rodeaba. Mi madre era médico y me habló, desde pequeña, de esa miseria. Desde muy pequeña fui consciente de que había gente en una situación distinta, que debía suplicar para tener derecho a cualquier cosa. Lo que quiero decir es que no éramos burgueses idiotas y descerebrados, que también los hay.

Recibió una educación liberal, pero con contradicciones. Por ejemplo, le dijeron que era dueña de su cuerpo, pero tenía prohibido pasear a solas con un hombre… Esa situación esquizofrénica es propia de todos los países musulmanes. Existe un abismo entre la esfera pública y la privada. De cara al público, uno debe comportarse de manera piadosa, según la regla moral, guiada por Dios y la religión. Pero, en tu casa, puedes hacer lo que te venga en gana. Practicar el sexo homosexual, tomar drogas, contratar a prostitutas. Mientras la gente no lo sepa, no hay ningún problema.

¿No existe esa doble moral también en Occidente? Claro que sí. La diferencia es que en Marruecos uno va a la cárcel por ejercer la prostitución o ser homosexual. El precio que se paga no es comparable. Si mis padres me prohibían ciertas cosas, no era por motivos morales, sino legales.

¿Le costó liberarse al llegar a París a los 17 años? No, fue un proceso muy rápido. Creo que estaba lista para liberarme… [risas]. La mayor diferencia fue sentir la libertad en la esfera pública. Sentirse como un ciudadano con una serie de derechos que puede hacer valer cuando lo necesite.

Canción dulce también habla de la maternidad en el siglo XXI, de la dificultad de ser una buena madre y una buena profesional. ¿Es un reto imposible? Mi generación es la primera que creció creyendo que podría hacerlo todo a la vez. Cuando eres pequeña te lo crees. De mayor, ves que es bastante más difícil. Si se puede hacer todo, es con muchos sacrificios de por medio. La energía que destinamos a una actividad no podemos invertirla en la otra. Lo que yo me pregunto es si la igualdad real pasa por vivir la misma vida que un hombre, o si la revolución feminista debería implicar un cambio global que imponga una organización distinta del trabajo y de la familia. La familia sigue estando regida por esquemas de otro tiempo, por jerarquías sociales y modelos poscoloniales que deberíamos superar.

Su primer oficio fue el de periodista. Ha dicho que lo abandonó por ser “un trabajo muy esclavo en el que no se envejece bien”. Trabajar en una redacción hasta los 70 años no era para mí. Es un trabajo que te puede volver loco, porque uno ve cosas muy fuertes a diario. Yo soy demasiado sensible. Me habría partido en dos. En todo caso, me ha ayudado mucho para escribir mis novelas. Yo procedo de la escuela del reportaje, que te ayuda a borrarte del paisaje para limitarte a observar. A desarrollar una mirada aguda sobre las personas y los lugares. A entender que un gesto, una prenda de vestir o una manera de sentarse pueden dar mucha información.

Ha escrito que, en estos tiempos convulsos, el papel de la literatura consiste en aportar “complejidad y ambigüedad” a un mundo que las rechaza. La literatura es un espacio de libertad inmenso, en el que uno puede decirlo todo, separándose de las reglas de la moral. En ese sentido, me parece más necesaria que nunca. Es capaz de oponer resistencia a un mundo que quiere transformarlo todo en una superficie lisa, articular todo conflicto en clave de blanco y negro. La literatura sirve para resucitar lo humano, que siempre pasa por los tonos grises.

“LA LITERATURA ES MÁS NECESARIA QUE NUNCA EN UN MUNDO QUE QUIERE TRANSFORMARLO TODO EN UNA SUPERFICIE LISA”.

Tras publicar su primera novela recibió insultos en las redes sociales procedentes de los círculos del islamismo. La acusaban de ser una magrebí vendida a Occidente. Sí, pero lo que más irritaba a los integristas era que escribiera ficción. Consideran que la novela es un invento vil porque se fundamenta en una mentira. Parece surrealista, pero tiene cierto sentido. Cuando oigo opinar a un integrista de religión, siempre me habla de la Virgen y el paraíso como si hubieran existido de verdad. No se dan cuenta de que son historias. Y, cuando te atreves a decirle que la Virgen seguramente no era virgen, enloquecen. No tienen ninguna percepción de lo que es la ficción, lo que me parece terrorífico.

¿Apoya el modelo occidental? No, lo que defiendo es el desarrollo, sea occidental o no. Se da el caso de que Occidente está más evolucionado, pero ese crecimiento no pertenece a nadie en concreto. Los dictadores árabes entendieron que, educando a la gente, corrían el riesgo de ser derrocados. El fracaso de los países árabes se explica por esa ausencia de educación.

¿Defiende ese “islam de las luces” que enarbolan intelectuales como Abdennour Bidar o Malek Chebel? No, yo defiendo las luces a secas. A mí la religión no me interesa. No es mi problema. La religión tiene que ser algo íntimo. Si una mujer quiere encerrarse en su casa y ponerse una tienda de campaña en la cabeza, pues que lo haga. Lo que no quiero es que me fastidien a mí en el espacio público. Cuando oigo hablar de islam de las luces no entiendo muy bien a qué se refieren. La religión es más sombría que luminosa, en especial en cuanto a los derechos de las mujeres. Y sucede en todas las religiones, no solo en el islam. Es como esa gente que se extasía con el papa Francisco: permítanme recordarles que sigue estando en contra del preservativo y de casar a homosexuales. Con ese islam de las luces sucede lo mismo: no obligar a tu mujer a ponerse el niqab no te convierte en un ilustrado.

Cuando se enfrenta al islamismo en sus artículos y los titula con frases como “Integristas, os odio”, ¿siente miedo? Claro que tengo miedo. No soy una mujer muy valiente. Me preocupo, porque tengo padres e hijos. Y porque vivo en un mundo donde, a veces, las amenazas se llevan a ejecución. No tengo problemas en reconocer que soy cobarde y que me callo ciertas cosas por temor a vivir una sorpresa ­desagradable.

¿Cuál es el gran desafío de este siglo respecto a las cuestiones de identidad? Bueno, es que yo no creo en la identidad. No debemos dejar que ese concepto nos defina. Para mí, la identidad es lo que uno transmite a la generación que viene después. Mi identidad es lo que dejaré a mi hijo y, muy pronto, a mi hija. Lo que quedará de mí son las ideas que les transmitiré.

Escritores musulmanes contra el integrismo

Kamel Daoud

Canción dulce

Adelanto de la última novela de Leila Slimani, que le valió el Premio Goncourt 2016.

El bebé ha muerto. Bastaron unos pocos se­gundos. El médico aseguró que no había sufrido. Lo tendieron en una funda gris y cerraron la cre­mallera sobre el cuerpo desarticulado que flotaba entre los juguetes. La niña, en cambio, seguía viva cuando llegaron los del servicio de emergencias. Se debatió como una fiera. Había huellas de forcejeo, fragmentos de piel en sus uñitas blandas. En la am­bulancia que la conducía al hospital se agitaba, pre­sa de convulsiones. Con los ojos desorbitados, pare­cía buscar aire. La garganta la tenía llena de sangre. Los pulmones, perforados, y se había dado un fuer­te golpe en la cabeza contra la cómoda azul.

Fotografiaron la escena del crimen. Los poli­cías recogieron huellas y midieron la superficie del cuarto de baño y del dormitorio de los niños. En el suelo, la alfombra de princesas estaba empapada en sangre. El cambiador, medio volcado. Se llevaron los juguetes en unas bolsas transparentes precinta­das. La cómoda azul también servirá en el juicio.

La madre estaba en estado de shock. Eso dije­ron los bomberos, repitieron los policías, escribie­ron los periodistas. Al entrar en el cuarto donde yacían sus hijos, lanzó un grito desde lo más hondo, un aullido de loba. Las paredes temblaron. La no­che se abatió sobre ese día de mayo. Vomitó, y así fue como la halló la policía, con la ropa sucia, en cuclillas, quebrada en sollozos como una loca. Au­llaba hasta desgarrarse los pulmones. El enfermero de la ambulancia hizo un gesto discreto con la ca­beza, la pusieron de pie, a pesar de su resistencia, de sus patadas. La alzaron despacio y la joven interna del SAMU le administró un sedante. Era su primer mes de prácticas.

A la otra también tuvieron que salvarla. Con la misma profesionalidad y sangre fría. No supo morir. Solo dar muerte. Se cortó las venas de las muñecas y se clavó el cuchillo en la garganta. Per­dió el conocimiento al pie de la cunita de barro­tes. La incorporaron, le tomaron el pulso y la ten­sión. La pusieron en la camilla, y la joven médica en prácticas mantuvo la mano presionada contra su cuello.

Los vecinos se han agolpado a la entrada del edificio. Mujeres más que nada. Se acerca la hora de recoger a los niños del colegio. Observan la am­bulancia, con los ojos cuajados de lágrimas. Lloran y quieren enterarse. Se alzan de puntillas. Intentan distinguir lo que ocurre tras el cordón policial, den­tro de la ambulancia que ha arrancado con las si­renas a todo volumen. Se susurran información al oído. Ya corre el rumor. Ha sucedido una desgracia a los niños.

Es un bonito edificio de la Rue d’Hauteville, en el distrito 10. Un edificio donde los vecinos, sin conocerse, se saludan con calidez. La casa de los Massé está en la quinta planta. Es la más peque­ña del inmueble. Paul y Myriam construyeron un tabique en mitad del salón cuando nació el segun­do hijo. El dormitorio de ellos es diminuto, situa­do entre la cocina y la ventana que da a la calle. A Myriam le gustan los muebles vintage y las alfombras bereberes. En la pared ha colgado unas estampas japonesas.

Hoy llegó a casa más temprano que de cos­tumbre. Abrevió una reunión y aplazó hasta el día siguiente el estudio de un caso. Sentada en un trans­portín de la línea 7 del metro había pensado en dar­les una sorpresa a los niños. Al llegar, se detuvo en la panadería. Compró una baguette, un postre para los críos y un bizcocho a la naranja para la niñera. Es su preferido.

Pensó que los llevaría al tiovivo. Irían juntos a hacer la compra para la cena. Mila le pediría un juguete. Adam mordisquearía un trozo de pan en su cochecito.

Adam ha muerto. Mila va a sucumbir.

 

«Sin papeles, no. Espero que estés de acuerdo. Si se tratara de una asistenta o de un pintor de bro­cha gorda, no me importaría. Esa gente tendrá que vivir de algo, pero cuidar de los niños es distinto, es muy arriesgado. No quiero a una persona que tema llamar a la policía o ir a un hospital en caso de una urgencia. A parte de eso, que no sea dema­siado mayor, que no lleve pañuelo y que no fume. Lo principal es que sea una mujer dinámica y que tenga tiempo para nosotros. Que trabaje para que podamos trabajar.» Paul ha preparado todo. Ha es­tablecido una lista de preguntas y calculado media hora por entrevista. Dedicarán la tarde del sábado a encontrar una niñera para sus hijos.

Unos días antes, mientras Myriam comentaba que estaba buscando a alguien que cuidara de los niños a su amiga Emma, esta se quejó de la mujer que se ocupaba de los suyos. «Tiene dos hijos aquí, así que nunca puede quedarse un poco más tarde o cuando la necesito. No es práctico. Considéralo al entrevistarlas. Si tiene hijos, más vale que los haya dejado en su país.» Le agradeció el consejo, pero en el fondo el discurso de Emma la había incomodado. Si alguien que quisiera contratarla se hubiera referi­do a ella o a alguna de sus amigas de ese modo, se habrían indignado ante semejante discriminación. Le parecía horrible descartar a una mujer porque tuviera hijos. Prefiere no tratar ese tema con Paul. Su marido es como Emma. Un pragmático que pone a los suyos y su carrera por delante de todo.

Esta mañana, fueron al mercado en familia, los cuatro. Mila sobre los hombros de Paul y Adam dormido en su cochecito. Han comprado flores y están ordenando la casa. Quieren dar una buena impresión a las niñeras que van a entrevistar. Reco­gen los libros y revistas desperdigados por el sue­lo, debajo de la cama y hasta en el cuarto de baño. Paul le pide a Mila que ordene sus juguetes y los ponga en los cajones de plástico. La niña protesta lloriqueando y al final él los amontona contra la pared. Doblan la ropa de los niños, cambian las sábanas de las camas. Limpian, tiran cosas a la ba­sura y procuran a toda costa airear esta casa en la que se asfixian. Les gustaría que ellas vieran que son correctos, serios y ordenados, unos padres que buscan lo mejor para sus hijos. Que entiendan que ellos son los que mandan.

Mila y Adam están durmiendo la siesta. Myriam y Paul, sentados en el borde de su cama de matri­monio. Angustiados y confusos. Nunca han puesto a sus hijos en manos de nadie. Myriam estaba aca­bando la carrera de derecho cuando se quedó em­barazada de Mila. Sacó el título dos semanas antes de dar a luz. Paul entonces hacía prácticas en em­presas, las que se presentaran, con ese optimismo que la había seducido cuando lo conoció. Estaba seguro de que podía trabajar por los dos. Seguro de triunfar en la producción musical, a pesar de la crisis y de los recortes.

 

Mila era un bebé delicado, irritable, que llo­raba sin cesar. No engordaba, rechazaba el pecho de su madre y los biberones que le preparaba su padre. Siempre asomada a la cuna de la pequeña, Myriam se había olvidado hasta del mundo exterior. Sus ambiciones se limitaban a intentar que aquella criatura frágil y llorona engordase algunos gramos. Los meses pasaban volando. Paul y Myriam no se separaban jamás de Mila. Fingían no notar que sus amigos estaban hartos, que comentaban a sus es­paldas lo inadecuado de llevar a un bebé a un bar o de colocarlo en el banco de un bistró. Pero Myriam no quería saber nada de recurrir a una canguro. Ella era la única capaz de responder a las necesida­des de su hija.

Apenas había cumplido Mila año y medio cuando Myriam se quedó de nuevo embarazada. Siempre alegó que había sido un accidente. «La píl­dora no es segura al cien por cien», decía riéndose con sus amigas. En realidad, había sido un emba­razo premeditado. Adam fue la excusa para seguir disfrutando de la dulzura del hogar. Paul no emi­tió reserva alguna. Acababan de contratarlo como asistente de sonido en un conocido estudio, donde trabajaba día y noche, rehén de los caprichos de los artistas y de sus horarios. Su esposa parecía satis­fecha con esa maternidad animal. La vida en una burbuja, lejos del mundo y de los demás, los prote­gía de todo.

Pero el tiempo empezó a resultarles eterno, la perfecta mecánica familiar se había atascado. Los padres de Paul, que les solían echar una mano cuando nació la pequeña, ahora pasaban tempora­das más largas en su casa de campo, ocupados con unas reformas. Un mes antes del parto de Myriam, organizaron un viaje de tres semanas por Asia y avisaron a Paul en el último momento. Le sentó fa­tal, se quejó a Myriam del egoísmo de sus padres, de su falta de consideración. Pero para ella fue un alivio. No soportaba tener a Sylvie hasta en la sopa. Escuchaba sonriente los consejos de su suegra, se reprimía cuando la veía registrar la nevera y cri­ticar los alimentos que contenía. Sylvie era de las que compraban productos ecológicos. Le preparaba la comida a Mila pero dejaba la cocina patas arri­ba. Myriam y ella nunca estaban de acuerdo sobre nada, y en la casa reinaba un malestar concentrado, hirviente, que amenazaba cada segundo en trans­formarse en gresca. «Deja que disfruten tus padres. Tienen razón de pasárselo bien ahora que están li­bres», acabó diciendo Myriam a Paul.

No había medido el alcance de lo que se ave­cinaba. Con dos hijos todo se complicaba: hacer la compra, bañarlos, llevarlos al médico, limpiar la casa. El agobio le pasaba factura. Myriam perdía vitalidad. Cada vez odiaba más las salidas al parque infantil. Los días de invierno se le hacían intermi­nables. Las rabietas de Mila la sacaban de quicio, los primeros balbuceos de Adam la dejaban indi­ferente. Su necesidad de salir a caminar sola iba en aumento. De gritar como una loca en la calle. «Me están comiendo viva», se decía a veces.

Envidiaba a su marido. Al caer la tarde espe­raba impaciente su llegada. Se quejaba durante un buen rato de los gritos de los niños, de lo pequeña que era la casa, de lo mucho que se aburría. Cuando le tocaba a él hablar y le contaba las sesiones mara­tonianas de grabación de un grupo de hip-hop, ella le soltaba con rabia: «¡Qué suerte tienes!». Él contesta­ba: «La que tiene suerte eres tú. Cuánto me gustaría verlos crecer». En ese juego nadie salía ganando.

Por la noche, Paul se quedaba profundamente dormido a su lado, con el sueño del que ha traba­jado todo el día y merece un buen descanso. Ella se reconcomía por la amargura y la insatisfacción. Pensaba en el esfuerzo realizado para acabar la ca­rrera, a pesar de la falta de dinero y de apoyo de sus padres, en la alegría que sintió al acceder a la abo­gacía y vestir por primera vez la toga, en la foto que le hizo entonces Paul, con ella puesta, delante del portal, orgullosa y sonriente.

Durante meses fingió que aceptaba su situa­ción. Ni siquiera pudo confesar a Paul lo avergon­zada que estaba. Cómo se sentía morir por no tener nada que contar más que las monerías de los niños y las conversaciones entre desconocidos a los que espiaba en el supermercado. Empezó a rechazar to­das las invitaciones a cenar de los amigos, a no res­ponder a sus llamadas. Desconfiaba en particular de las amigas. ¡Podían ser tan crueles! Le entraban ganas de estrangular a las que fingían que la admi­raban, o, aún peor, que la envidiaban. Estaba harta de oírlas quejarse de su trabajo, de no ver con más frecuencia a sus hijos. Pero a quien más temía era a los desconocidos. Esos que preguntaban inocen­temente en qué trabajaba, y se daban media vuelta ante la evocación de una vida de ama de casa.

Un día, al salir del Monoprix del Boulevard Saint-Denis, se dio cuenta de que sin querer había sustraído unos calcetines de niño, olvidados en el cochecito. Aunque estaba a muy pocos metros de su casa, hubiera podido regresar a los almacenes para devolverlos, pero desistió. No se lo contó a Paul. Era un incidente sin interés, aunque no deja­ba de pensar en ello. Tras este episodio acudía con regularidad a Monoprix y escondía un champú, una crema o una barra de labios que nunca iba a usar. Estaba convencida de que si la pillaban, bastaría con interpretar el papel de madre desbordada de traba­jo. Creerían, sin dudarlo, en su buena fe. Esos robos ridículos la exaltaban. Se iba riendo sola por la calle, con la impresión de burlarse del mundo entero.

Cuando se topó por casualidad con Pascal, lo interpretó como un buen augurio. En un primer momento, su antiguo compañero de la facultad de Derecho no la reconoció: ella llevaba un pantalón que le quedaba grande, unas botas muy gastadas y el pelo sucio recogido en un moño. Estaba de pie, ante el tiovivo del que Mila se negaba a bajar. «Esta es la última vuelta», le decía cada vez que su hija, agarra­da con fuerza al caballito, pasaba delante de ella y le hacía una seña con la mano. Myriam alzó la vista: Pascal estaba sonriéndole con los brazos abiertos, en ademán de sorpresa y alegría. Ella le devolvió la sonrisa, con las manos aferradas al cochecito de Adam. Pascal no tenía mucho tiempo pero, casual­mente, había quedado con alguien a dos pasos de la casa de Myriam. «De todas formas, yo ya me iba. ¿Hacemos el camino juntos?», le propuso ella.

Myriam se abalanzó sobre Mila, que gritaba a todo pulmón. Se negaba a andar, y Myriam se obs­tinaba en sonreír, en fingir que dominaba la situa­ción. No dejaba de pensar en el viejo jersey que llevaba debajo del abrigo, y en que Pascal habría notado lo desgastado que estaba el cuello. Se pasaba la mano frenéticamente por las sienes, como si ello bastara para ordenar su cabello seco y enredado. No parecía que Pascal se diese cuenta de nada. Le habló del bufete que había montado con dos com­pañeros de promoción, de los inconvenientes y las alegrías de trabajar por cuenta propia. Myriam be­bía sus palabras. Mila la interrumpía sin cesar. Ha­bría dado cualquier cosa para que la niña se callara. Sin dejar de mirar a Pascal, registró en el bolso, en los bolsillos, para encontrar un caramelo, cualquier chuchería que comprara el silencio de su hija.

Pascal casi ni se fijó en los niños. No le pregun­to cómo se llamaban. Ni siquiera Adam, dormido en su cochecito, con una expresión apacible, adora­ble, lo había emocionado o enternecido.

«Es aquí.» Pascal le dio un beso en la mejilla. Dijo: «Me ha encantado verte», y entró en el edifi­cio. El ruido de la pesada puerta azul al cerrarse so­bresaltó a Myriam. Se puso a rezar en silencio. Allí mismo. Estaba tan desesperada que se habría sen­tado en el suelo y echado a llorar. Se habría engan­chado a las piernas de Pascal, le habría suplicado que la llevara con él, que le diera una oportunidad. Llegó a casa agotada. Se quedó observando cómo Mila jugaba tranquilamente. Bañó al bebé, dicién­dose que esa felicidad, sencilla, muda, carcelaria, no bastaba para consolarla. Pascal debió de burlarse de ella. Quizá incluso telefoneó a algunos antiguos compañeros de la facultad para contarles la vida pa­tética de Myriam que «ya no se parece a nada» y que «no ha tenido la carrera que uno hubiera esperado de ella».

Se pasó toda la noche imaginando unas con­versaciones que la atormentaban por dentro. Al día siguiente, apenas salida de la ducha, oyó el sonido de un sms. «No sé si has pensado en volver a la abo­gacía. Si te interesa, podemos hablarlo.» Por poco se pone a gritar de la alegría. Empezó a brincar por la casa y besó a Mila que decía: «¿Qué pasa, mamá, por qué te ríes?». Después, Myriam se preguntó si Pascal habría notado lo desesperada que estaba o si, sencillamente, consideró una bendición llovida del cielo su encuentro con Myriam Charfa, la estu­diante más seria que jamás había conocido. Quizá también pensó en lo afortunado que era de poder contratar a alguien como ella, y encarrilarla de nue­vo hacia las salas de audiencia.

Myriam se lo comentó a Paul, y su reacción la decepcionó. Él se encogió de hombros. «No sabía que querías trabajar.» Ella se enfadó mucho, de un modo desproporcionado. La conversación se agrió enseguida. Ella lo trató de egoísta. Él, de incohe­rente. «Vas a trabajar. Me parece bien. ¿Y qué ha­cemos con los niños?» Esbozó una risita burlona, como ridiculizando sus ambiciones, y ello reforzó su sensación de estar encerrada a cal y canto en aquella casa.

Una vez que se hubieron sosegado, ambos es­tudiaron pacientemente las opciones posibles. Era ya finales de enero: inútil pensar en encontrar plaza en un parvulario o en una guardería. No conocían a nadie en el Ayuntamiento. Y si ella se ponía a tra­bajar, estaría en la escala de salarios menos ajustada a la realidad: demasiado ricos para acceder por vía de urgencia a una ayuda y demasiado pobres para que el sueldo de una niñera no representara un sa­crificio. Fue esa la opción que eligieron al final, des­pués de que él afirmara: «Sumando las horas extra, la niñera y tú ganaréis casi lo mismo. Pero en fin, si crees que con ello te sentirás más realizada…». De aquella conversación ella conserva un gusto amar­go. Se quedó resentida hacia Paul.

Quiso hacer las cosas bien. Para estar segura, se dirigió a una agencia de servicio doméstico que acababa de abrir en el barrio. Una oficina pequeña, decorada con sencillez, llevada por dos treintañe­ras. El escaparate, de un azul celeste, estaba ador­nado con estrellitas y pequeños camellos dorados. Myriam tocó el timbre. A través del cristal, la dueña la miró de arriba abajo. Se levantó despacio y aso­mó la cabeza por la puerta entreabierta:

«—¿Sí?

—Buenas.

—Si viene a inscribirse, necesitamos un expe­diente completo: su currículum y referencias firma­das por las señoras con las que ha trabajado.

—No vengo para eso. Estoy buscando una ni­ñera para mis hijos.»

El rostro de la joven cambió por completo. Parecía alegrarse al ver a una clienta entrar por la puerta, y a su vez estaba violenta por haberla toma­do por lo que no era. ¿Quién hubiera pensado que aquella mujer agotada, con ese pelo enmarañado y crespo, fuera la madre de esa niñita tan mona que lloriqueaba en la acera?

La encargada abrió un enorme catálogo sobre el que se inclinó Myriam. «Siéntese», le propuso. Decenas de fotografías de mujeres, en su mayoría africanas o filipinas, pasaban ante sus ojos. Mila de­cía divertida: «Esta es fea, ¿verdad?». Su madre la reprendía, y con el corazón encogido regresaba a aquellos retratos borrosos o mal enfocados. Ni una mujer sonriente.

Le asqueaba la encargada. Su hipocresía, la cara redonda y enrojecida, el fular raído alrededor del cuello. Y ese racismo que había mostrado al princi­pio. Todo le daba ganas de salir huyendo de allí. Se despidió con un apretón de manos. Prometió que lo hablaría con su marido, y no volvió jamás. En lu­gar de ello, colgó un anuncio en las tiendas del ba­rrio. Aconsejada por una amiga, inundó los sitios de Internet con más anuncios indicando urgente. Al cabo de una semana, habían recibido seis llamadas.

Espera a la niñera como se espera al Salva­dor, aunque le aterroriza la idea de dejar a sus hijos. Sabe todo sobre ellos y desearía mantener secreto ese saber. Conoce sus gustos, sus manías. Adivina enseguida que están tristes o que se van a poner malitos. Siempre ha estado pendiente de ellos, con­vencida de que nadie mejor que ella podría prote­gerlos.

Desde que nacieron, siente miedo de cualquier cosa. Miedo de que se mueran, sobre todo. Nunca habla de ello, ni con sus amigos ni con Paul, aunque sabe que ellos también lo han pensado. Está segura de que, como ella, alguna vez se han quedado mi­rando a sus hijos mientras duermen, preguntándo­se qué pasaría si sus cuerpecitos fuesen cadáveres, y los ojos cerrados los tuvieran para siempre. Es superior a sus fuerzas. Unos escenarios atroces se alzan ante ella, los aleja de un movimiento de cabe­za y recita oraciones, tocando madera o la manita de Fátima que cuelga de su cuello, heredada de su madre. Para alejar el mal de ojo, la enfermedad, los accidentes, los apetitos perversos de los depreda­dores. Sueña por la noche que los pierde de pronto, en medio de una muchedumbre indiferente. Grita: «¿Dónde están mis hijos?». Y la gente se echa a reír. Se creen que está chiflada.

Traducción: Malika Embarek López 

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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