El corazón atento de Teresa
La hija de Jorge Guillén se interesaba en lo que uno estaba haciendo, leyendo o escribiendo en una conversación civil y vital irrepetible
El primer documento de la correspondencia de Pedro Salinas y Jorge Guillén es una postal de Salinas fechada a 28 de diciembre de 1922 y enviada desde Argel a París, donde Guillén pasaba su último curso como lector en la Sorbona: "¿Es usted padre de Miguel o de Teresa?", pregunta, sin tutearlo todavía. Era Teresa, Teresa Guillén Cahen. Había nacido un día antes, el 27 de diciembre, y ha muerto en Baltimore el pasado 11 de enero.
Niña en Sevilla, Federico García Lorca dedicó su canción de 1927 “a mademoiselle Teresita Guillén, tocando su piano de seis notas”: El lagarto está llorando. / La lagarta está llorando. / El lagarto y la lagarta / con delantalitos blancos. / Han perdido sin querer / su anillo de desposados.
Leí por primera vez esa postal en la biblioteca Houghton de Harvard, en 1987, y aquel invierno tuvimos ocasión de visitar a Teresa en su casa de Grey Gardens West en Cambridge, “Aquellos árboles del señor Gray, hoy Jardines Grises del Oeste” donde -siempre según el poema de Jorge Guillén- “se oyen varios idiomas, quizá una voz vehemente. ¿Se enfada? Se expresa. Circulan amigos. Estas sangres trazan cursos de amor y verdad”.
Poco antes había muerto su marido Stephen Gilman, profesor en Harvard (La Celestina, Galdós). Su mundo seguía siendo el de la familiaridad con la literatura, la poesía, el arte, el saber, la vida, en tres idiomas. Aunque se consideraba americana desde que se exilió con su familia en 1938 y era perfectamente trilingüe, a mí me da la impresión de que quizá tuviese en el centro el francés materno. En todo caso tenía un agudo esprit de finesse.
En los años siguientes la seguimos viendo en su jardín de Nerja, a menudo en verano, a veces con su hermano Claudio, siempre joven. Siempre jóvenes. Me asomaba a una relación de Teresa y su familia con Laura García Lorca y la suya mucho más antigua e intensa. Me consta la sensación de orfandad que siente ahora.
En estas pinceladas dispersas y aproximadas, que quieren sumarse a los recuerdos emocionados de muchas otras personas, salto al otoño de 2011 y a las semanas que pasé en Brookline, en casa de Christopher Maurer, cuyos ratos más memorables fueron las cenas con Teresa en su piso de Memorial Drive en Cambridge, asomado al río que “llamaban Carlos” en el poema de Dámaso Alonso. Ahora los recuerdo, con gratitud, como un privilegio. Teresa nos recibía a Christopher y a mí, a veces con Luis Cifuentes, con su viejo amigo el eslavista de Harvard Donald Fanger (era más o menos de su edad y era un falso anciano, como ella), con mi hija, el día de Acción de Gracias, y nos atendía.
Habría que darle todo su peso a ese verbo. Jorge Guillén calificó a Salinas como “el Atento” por antonomasia, y lo mismo podía decirse de Teresa. El corazón atento de Teresa se detenía en uno, se interesaba en lo que uno estaba haciendo, leyendo, escribiendo, preguntaba por la actualidad, informaba de cosas leídas o vistas o vividas, en un registro amplísimo, del chisme al juicio estético, de lo personal a lo cultural, con una ligereza y una intensidad tan extraordinaria que disolvía la distancia temporal y la sugestión jerárquica (era de la edad de mi madre) en favor de una conversación civil y vital irrepetible. Como si el “aire nuestro” paterno pasara de la poesía a la vida cotidiana.
El 27 de diciembre de hace un año Laura, Christopher y yo tuvimos la oportunidad de asistir a la celebración de su cumpleaños, con sus hijos y nietos. Fastidiada por no poder leer, estaba tan guapa, atenta y cordial como siempre. Aparecía como en los versos que su padre le escribió a su madre Germaine:
Toda entregada a los que amaste mucho / Bajo un mirar muy claro. Sonreías / Hasta con la voz.
Babelia
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