Psicopatología del superhéroe y del supervillano
A diferencia de sus antecesoras, la película se ve obligada a aplicar una rigurosa lógica narrativa y a exponer sus sorpresas con evidente y quizá previsible cálculo
Pocas veces se repara en la importancia de los espacios dentro de un relato superheroico: la base de operaciones, la guarida del villano, el espacio público como escenario del enfrentamiento… Y, sin embargo, la profundización en la carga simbólica de esos espacios fue una de las cuestiones clave en la revolución que vivieron las historietas del género a finales de los 80. Pensemos, por ejemplo, en la institución psiquiátrica: el Arkham Asylum del universo D.C., tradicionalmente empleado como destino disciplinario para los supervillanos de Gotham City, pero reformulado, en trabajos como Arkham Asylum: una casa seria en una tierra seria, de Grant Morrison y Dave McKean, o Batman: The Dark Knight Returns, de Frank Miller, como un territorio de ambigüedad donde plantear la tenue frontera que separa al superhéroe del supervillano, dos figuras igualmente patológicas.
GLASS
Dirección: M. Night Shyamalan.
Intérpretes: Samuel L. Jackson, Bruce Willis, James McAvoy, Sarah Paulson.
Género: fantástico. Estados Unidos, 2019.
Duración: 129 minutos.
Resulta una decisión afortunada que M. Night Shyamalan haya escogido el Allentown State Hospital de Pennsylvania como el escenario principal de Glass, la película que, en principio, cierra una de las más heterodoxas trilogías que ha inspirado la mitología del superhéroe. Aquí, el cineasta se enfrentaba a un radical cambio de reglas: si la verdadera naturaleza del relato se manifestaba como giro sorpresivo tanto en El protegido (2000) –aproximación hiperrealista y depresiva a la figura del superhéroe- como en Múltiple (2016) –aparente psychothriller que mutaba en reflexión sobre el dolor como fuerza engendradora del supervillano-, aquí el punto de partida ya se inscribe explícitamente dentro del género. Quizá por eso, Glass, a diferencia de sus antecesoras, se vea obligada a aplicar una rigurosa lógica narrativa y a exponer sus sorpresas –que las hay- con evidente y quizá previsible cálculo.
No obstante, Glass mantiene fuertes líneas de parentesco con otras obsesiones temáticas de Shyamalan: como en El bosque (2004) y La joven del agua (2006), aquí se habla de la construcción de una narrativa y de los efectos tóxicos o liberadores que dicho relato puede tener en su público receptor, que acabará siendo su público cautivo o, también, su círculo de iniciados. El cineasta, quizá presa de la propia mitología que ha construido, toma las decisiones narrativas más consecuentes –la del escenario del clímax final es, así, modélica-, pero, como siempre, lo que más brilla es otra cosa: el estilo, la fluidez de la cámara recorriendo los espacios; en definitiva, esa firme y cada vez más anómala confianza en el poder de la puesta en escena.
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