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Crítica | La francesita
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El archivo de la memoria

En la nueva película de Gonzalo Justiniano, el contexto en el que se desarrolla la narración resulta mucho más interesante que la narración en sí

Javier Ocaña
Nathalia Aragonese, en 'La francesita'.
Nathalia Aragonese, en 'La francesita'.

En el año 1984, aún con la dictadura militar chilena en pleno apogeo, un joven director de 29 años llamado Gonzalo Justiniano se atrevió a debutar en el cine con La Victoria, un valentísimo documental sobre las protestas contra las fuerzas represivas de Pinochet en el barrio de Santiago del mismo nombre de la película. Algunas de aquellas imágenes son recuperadas por un ya veterano Justiniano, diez largometrajes después, en La francesita, ficción ambientada en 1983, también con la violencia de los militares sobre los opositores como protagonista. Pero desgraciadamente esas secuencias retrospectivas, introducidas ahora como complemento en la parte final de su relato, son las que más fuerza tienen en su nuevo trabajo. El resto resulta demasiado disperso, colateral e inconcreto.

LA FRANCESITA

Dirección: Gonzalo Justiniano.

Intérpretes: Nathalia Aragonese, Elías Collado, Daniel Contesse, Luis Dubó.

Género: drama. Chile, 2017.

Duración: 95 minutos.

“¿Aquí ha habido atentados? Porque hay gente que dice que ustedes son terroristas”, preguntaba el documentalista Justiniano a un manifestante, entre neumáticos quemados y en presencia de numerosos niños, en un momento de La Victoria. “El fascismo siempre acostumbra a decir esas cosas”, contestaba el hombre con gesto desesperanzado. La escena se producía pocos minutos antes de la tragedia, con las fuerzas pinochetistas abriendo fuego contra el pueblo y con la muerte de un crío. Todo ello ejerce de eje en La francesita.

Sin embargo, el director prefiere esta vez la pequeña historia dentro de la gran Historia, con mayúsculas, de Chile. Y quizá se despista con el mínimo relato de atracción social y sexual entre la mujer protagonista, con el apodo que da título a la película, y el joven misionero estadounidense que llega a Santiago para realizar un trabajo sobre la dictadura. Así, el contexto en el que se desarrolla la narración resulta mucho más interesante que la narración en sí.

Justiniano nunca acierta a establecer paralelismos entre la represión política de Pinochet y física de los carabineros, y la represión sexual y la crisis de fe que sufre el misionero. Algo que quizá hubiese aglutinado ambos sectores narrativos. Pero en Cabros de mierda, título original (mucho más explícito) de la producción para su estreno chileno, el director no alcanza la fuerza del terrible drama social y político, que apenas penetra por sus imágenes. Y pese a su evidente interés histórico y su loable trabajo sobre la memoria, solo cuando cuela su material de archivo llega la emoción. Para entonces, ya es tarde.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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