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Ironía contra la ultraderecha y los humoristas ‘ofendiditos’

El filósofo Santiago Gerchunoff publica un ensayo en el que defiende la conversación pública de masas y la ironía como termómetro democrático

El filosofo y escritor Santiago Gerchunoff, esta semana en un parque de Madrid.
El filosofo y escritor Santiago Gerchunoff, esta semana en un parque de Madrid. Jaime Villanueva

Santiago Gerchunoff (Buenos Aires, 1977) ha encontrado la receta de la democracia: sin ironía no hay libertad, sin libertad no hay ironía. Un silogismo capaz de detectar una sociedad oprimida por la censura o sin condiciones en su soberanía. Esa es la hipótesis que el doctor en filosofía defiende en su libro Ironía on. Una defensa de la conversación pública de masas (Anagrama): el origen de la ironía es político. Sirve para desenmascarar en público a los charlatanes jactanciosos. La usaban los griegos hace 26 siglos.

El totalitarismo no es más que eso, el triunfo de la literalidad absoluta

Hoy la conversación se ha multiplicado y la ironía se ha popularizado como “el arma del humildemente ignorante contra el ignorantemente poderoso”. El foro público se ha masificado y cualquiera puede responder ante lo que le agrede o le alegra, porque “la ironía no tiene dueño y no pertenece ni a la izquierda ni a la derecha”, dice Gerchunoff en conversación con este periódico. “Sólo reacciona ante aquello de lo que el adversario se jacta”, cuenta para señalar que es un buen antídoto contra el farsante, pero no esperen de ella el método para ser iluminados por la verdad.

Porque no existe. Y quienes renuncian o atacan a la ironía lo hacen porque se sienten más seguros habitando en la melancolía por un régimen mítico: la verdad objetiva. “¡Nunca existió!”, dice el doctor en filosofía, que recomienda seguir burlándose de la ultraderecha sin pudor para desenmascararla. “Lo que te aseguro es que si las propuestas de estos partidos se llevaran a cabo, la ironía quedaría proscrita, igual que toda ambigüedad. El totalitarismo no es más que eso, el triunfo de la literalidad absoluta”, cuenta.

Contra el totalitarismo

El malestar con la ironía y con la conversación pública de masas es por la melancolía de un régimen estricto, donde no haya ambigüedad. Esa melancolía, explica el autor, la comparten los totalitarios de ultraderecha como muchos “supuestos” demócratas. “En el régimen totalitario no hay lugar para la interpretación o para la asamblea regida por la palabra. Y el totalitarismo no confía en la amplitud de palabra y pensar que el totalitarismo va a llegar por culpa de la ironía es ridículo”, aclara Santiago Gerchunoff.

La peor traición de estos humoristas a la ironía es actuar como pedagogos, sermoneando sobre qué necesita o no la sociedad

Esto también sirve para los humoristas “ofendiditos” del famoso anuncio, esos que van a comprar chistes para poder expresar su opinión. El spot declara que la libertad de expresión en España depende de si puedes comprarla y que el humor no es un artículo de lujo, pero sí un bien de consumo, aunque para Gerchunoff “un chiste no se compra, se roba”. “Los humoristas llaman ofendiditos al público porque no les han reído sus gracias, porque les aborrece. Pero ahora ese público tiene muchos más canales que antes para expresar su desprecio o su admiración. Nunca oí hablar del 'totalitarismo' del siglo XVIII, cuando los artistas recibían silbidos, tomatazos o eran expulsados del escenario. ¿Podemos decir que el humor y el arte corrieron peligro? ¿En el siglo XVIII?”, lanza la pregunta retórica acompañada de una risa.

Lógica hiperdemocrática

“Vivimos una conversación pública de masas, donde el público es libre y reacciona. Los privilegios que los humoristas de Campofrío reclaman tienen que ver con una conversación pública elitista, no de masas, porque lamentan que se les haya dejado de rendir pleitesía. Es la lógica hiperdemocrática de la conversación pública de masas lo que los verdaderos ofendiditos (los humoristas) no soportan. La peor traición de estos humoristas a la ironía es actuar como pedagogos, sermoneando sobre qué necesita o no la sociedad”, añade. Aclara que la conversación pública de masas no es una tecno utopía ingenua, sino una “multiplicación universal producida por la implantación universal de los medios conversaciones digitales”. Vamos, que ni apocalíptico ni devoto.

Nunca oí hablar del 'totalitarismo' del siglo XVIII, cuando los artistas recibían silbidos, tomatazos o eran expulsados del escenario

La otra idea que corre por el libro -tan breve y necesario como el pensamiento urgente- es que la ironía es reaccionaria, porque es pura reacción: es espontánea, contestataria y sucede. Es un disparo en medio de la conversación. No indica lo correcto, no es moral. “No puede enlatarse, promocionarse ni venderse como artículo de lujo, ni como “bien de primera necesidad”, como dice en el alegato final del anuncio Antonio de la Torre”, explica el filósofo. La conversación pública de masas ha roto el silencio, ha desordenado las jerarquías y ha despertado la conciencia. Quizá no la del corporativismo humorista, “más aferrados en la queja contra quienes los ofenden por haber ofendido, que en denunciar la posibilidad de cárcel para quienes expresan su opinión”. A cualquiera le extraña la ausencia de Dani Mateo en el anuncio fallido.

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