Guerras y paz
Juanjo Mena dirige un 'Réquiem de guerra' de Britten bien construido pero desprovisto a menudo de la necesaria espiritualidad
Podría juzgarse extraño escuchar una obra que describe y denuncia los horrores de la guerra justo en vísperas de Nochebuena y Navidad, dos fechas en las que la palabra “paz” se vuelve omnipresente. Quizá sea extraño, y perturbador incluso, pero es muy pertinente. Benjamin Britten, el autor del War Requiem, fue un pacifista convencido que se negó a empuñar un arma en la Segunda Guerra Mundial (había nacido pocos meses antes del comienzo de la Primera), declarándose objetor de conciencia con un razonamiento irrebatible: “Dado que creo que en toda persona alienta el espíritu de Dios, no puedo destruir, y siento que mi obligación consiste en evitar ayudar a destruir vidas humanas en la medida de mis capacidades, por fuerte que pueda ser mi desacuerdo con las acciones o las ideas de una persona. Toda mi vida ha estado dedicada a actos de creación (mi profesión es la de compositor) y no puedo participar en actos de destrucción”. Dedicó su Réquiem de guerra a tres amigos que habían muerto en combate y a un cuarto, Piers Dunkerley, que sobrevivió a la contienda, pero que acabaría suicidándose en 1959: a ojos de Britten, una víctima más de la sinrazón que se había visto obligado a vivir años atrás. Y cuando llegamos al final de la partitura, su conclusión aparece fechada en Aldeburgh el 20 de diciembre de 1961. La Orquesta y Coro Nacionales de España la han llevado a sus atriles, por tanto, y probablemente sin saberlo, en pleno aniversario.
Britten concibió el War Requiem no solo como un hondo alegato antibélico, sino como una profunda reflexión sobre los horrores que acompañan a cualquier guerra: una misa para que descansen eternamente los muertos y mediten con sosiego los vivos. El británico encontró una vía intermedia entre respetar el texto consagrado por la tradición de la misa de difuntos católica (como Zelenka, Mozart, Verdi y tantos otros) y apartarse por completo de ella con la elección de pasajes bíblicos completamente diferentes (como hizo Brahms en Un réquiem alemán). Y su solución trascendió el ámbito sacro e introdujo un elemento decididamente profano, ya que entremezcló varias secciones del secular texto latino con hasta nueve poemas de Wilfred Owen, un compatriota que murió pocos días antes del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial. El entusiasmo juvenil con que combatió inicialmente Owen se mudó luego en desilusión y hartazgo ante lo que calificó de “la vieja mentira”. No hay guerras justas ni justificables.
Franz Schubert: Sinfonía núm. 7. Benjamin Britten, War Requiem. Ricarda Merbeth, Ian Bostridge y Matthias Goerne. Orquesta y Coro Nacionales de España. Escolanía del Real Monasterio del Escorial. Dir.: Juanjo Mena. Auditorio Nacional, 23 de diciembre.
Britten admiró sus versos homoeróticos, descreídos, rebosantes de imágenes mortuorias, nacidos casi todos en las trincheras. Y el contraste entre el latín y el inglés, entre el pasado y el presente, entre la gran orquesta y coro que tienen confiados el texto tradicional y la mínima orquesta de cámara que acompaña a tenor y barítono cuando cantan los poemas de Owen, es lo que distingue e individualiza al War Requiem frente a otras misas de difuntos. Bernd Alois Zimmermann, que acabaría quitándose la vida, llevó el ejemplo de Britten aún más lejos, al hacer convivir en su Réquiem por un joven poeta los textos latinos con los de escritores suicidas como Vladímir Mayakovski, Konrad Bayer y Serguéi Yesenin. Poesía y muerte fueron siempre aliados naturales.
A los solistas vocales, las dos orquestas y el coro, Britten añade aún un pequeño coro infantil (una de sus debilidades), al que hace cantar con acompañamiento de un pequeño órgano o armonio, y que aquí decidió colocarse con acierto en lo alto del anfiteatro, muy cerca del público. Desde allí piden a Cristo que libere las almas de los fieles “de las penas del infierno, del profundo lago y de las fauces del león, para que no sean devoradas por el infierno ni caigan en las tinieblas”. Casi al final de la obra, como si fueran querubines, ruegan que los ángeles conduzcan a los difuntos al Paraíso. Como ha escrito el tenor Ian Bostridge, “preocupaciones de adultos expresadas con inocencia infantil: un poderoso procedimiento”.
Y es justo citar a Bostridge (un intelectual de fuste, amén de un gran cantante), porque él fue muy probablemente el mejor artífice de la versión del War Requiem que ha podido escucharse en el Auditorio Nacional el domingo por la mañana. Con su aspecto eternamente juvenil, su inequívoco aire Oxbridge, y a pesar de parecer absorto en sus cavilaciones cuando no tenía que cantar, cada vez que se levantaba y daba vida a los poemas de Owen la temperatura emocional de la interpretación y sus credenciales brittenianas subían varios enteros. Es cierto que, de las decenas de personas congregadas sobre el escenario, él era, con mucho, el britteniano de más largo recorrido, quien más veces ha interpretado la obra, quien mejor la conoce y quien más ha reflexionado sobre ella (ha coqueteado, o quizá coquetea aún, con la idea de escribir un libro que recoja sus pensamientos, y a tenor del que ha escrito sobre Winterreise de Schubert, a punto de publicarse en español, es mucho lo que cabría esperar de él). Pero Bostridge marcó una vía interpretativa (que, por simplificar, podríamos calificar de poética y, sobre todo, espiritual) e hizo gala de una dicción que los demás no siempre quisieron o pudieron seguir o imitar.
Sí lo hizo, aunque sólo al final, Matthias Goerne, a menudo sentado en su silla y vuelto de espaldas hacia el coro y la orquesta cuando no cantaba, aparentemente involucrado en lo que hacían los demás, pero luego mucho menos convincente cuando también a él le tocaba revivir los poemas de Owen con la música imaginada por Britten. Sin embargo, cuando llegó Strange meeting, el poema que cuenta el espectral encuentro bajo tierra de un soldado alemán y otro británico muertos (víctima y verdugo), Goerne se elevó por fin a las alturas que siempre cabe esperar de un artista de su talla, por más que se halle lejos de su mejor momento vocal. Es como si hubiera estado reservándose hasta entonces, hasta el clímax expresivo, musical y poético de la obra, para dar lo mejor de sí. Ricarda Merbeth, en cambio, desde el otro lado del escenario, estuvo poco acertada en sus solos, sobrados de vibrato, carentes de claridad en la dicción y, lo que es peor, planos e inexpresivos.
Al igual que sucedió en el estreno de 1962, en el que Meredith Davies dirigió a la orquesta sinfónica y el coro, mientras que Britten se puso al frente del Melos Ensemble (que acompañó las intervenciones de Peter Pears y Dietrich Ficher-Dieskau, ahí es nada), también ahora hemos contado con la presencia de dos directores, al contrario de cuando Pablo Heras-Casado prefirió asumir ambos cometidos hace tres años en el Teatro Real. Y buena parte de los mejores momentos llegaron del pequeño grupo de cámara, comandado, siempre con acierto y gesto claro, por el veterano José Ramón Encinar. A su lado estaban ahora Ian Bostridge y Matthias Goerne, pero también un puñado de excelentes instrumentistas, y muy especialmente un magnífico quinteto de cuerda, con mención de honor para el contrabajista Antonio García Araque. Ni la orquesta ni el coro rayaron a igual altura, salvo intervenciones puntuales de muy alto nivel del trompetista Manuel Blanco. Juanjo Mena concertó todo con cuidado y –probablemente con muchos menos ensayos de los que exige una obra tan compleja como esta– logró que todas las piezas encajaran sin sobresaltos ni desajustes. Pero planeó en todo momento sobre la versión una incómoda asepsia emocional, una mala compañera de viaje de una partitura tan visceral, tan sentida, tan impregnada de sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas como esta.
El concierto había comenzado en la primera parte con una interpretación de la Sinfonía núm. 7 de Schubert en esta misma línea: ordenada, poco personal, más atenta a la belleza melódica que a las corrientes armónicas subterráneas. Pero lo que allí podía haberse pasado por alto como un clasicismo equilibrado y contenido, alejado de cualquier exceso, en Britten costaba mucho más aceptarlo como la mejor vía para transmitir el arsenal de emoción que atesora esta obra atrapada entre tres guerras: las dos mundiales y la Guerra Fría que se libraba cuando se estrenó el War Requiem en la catedral de Coventry. Aun así, el Libera me final es un agitador de sentimientos tan irresistiblemente eficaz, con los dos soldados muertos cantando “Ahora vamos a dormir” y el coro de niños rogando al Señor que les conceda “el descanso eterno y que la luz perpetúa los ilumine” en su “túnel hondo y gris”, que los aplausos arreciaron con presteza (excesiva por parte de algunos espectadores incapaces de captar el significado de los brazos aún en alto de Mena) y generosidad. Con este concierto acaba prácticamente el año musical en Madrid: descansemos en paz.
Babelia
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