Apología de la nostalgia
El filme es muy semejante en estructura al original y, en lugar de modernizarse en lo técnico, ha preferido mantener un estilo retro
Con Mary Poppins, película familiar de 1964 dirigida por Robert Stevenson, ocurre algo curioso: es a la vez uno de los paradigmas del cine rancio y edulcorado, fuera de su tiempo y de su sociedad, contra el que poco después se rebeló la radical generación de directores del Nuevo Hollywood (y otro grupo de veteranos con ganas de evolucionar), la de los moteros tranquilos y los toros salvajes, y ejemplar modelo nostálgico de la niñez, de un cine quizá desaparecido en combate, que fue alimentando a sucesivas generaciones de críos frente al televisor en una tarde lluviosa de fin de semana.
EL REGRESO DE MARY POPPINS
Dirección: Rob Marshall.
Intérpretes: Emily Blunt, Ben Whishaw, Emily Mortimer, Lin-Manuel Miranda.
Género: musical. EE UU, 2018.
Duración: 130 minutos.
La paradoja, que casi tiene más que ver con un proceso personal que con lo estrictamente cinematográfico, vuelve a hacerse carne con su tardía secuela, El regreso de Mary Poppins, que llega 54 años después con exactos tono y estilo formal, como si el tiempo y el cine se hubieran detenido, como un presagio de que “viene lo que ha de venir” (léase cantando). Un hecho que habla tanto de la nula capacidad de riesgo de la película, fiada a la añoranza de unos días que nunca regresarán para los adultos, como de la convicción de que no hay por qué cambiar lo que, en espíritu, ha sido obra de cabecera de la infancia década tras década.
Dirigida con sus habituales pulcritud e impersonalidad por el experimentado Rob Marshall (Chicago, Nine), y amparada en su historia por un par de temas candentes, los desmanes de los bancos y los desahucios, y las necesarias reivindicaciones feministas, El regreso de Mary Poppins es muy semejante en estructura a la original y, en lugar de modernizarse en lo técnico, ha preferido mantener un estilo retro en su combinación de acción real y animación tradicional.
Mientras, las nuevas canciones de Marc Shaiman y Scott Wittman han avanzado entre poco y nada, y los números multitudinarios de baile, los presuntamente más espectaculares, están lejos en calidad musical, coreográfica y cinematográfica de los de las mejores representaciones del género de aquellos años sesenta, y ahí el Oliver! de Carol Reed sigue siendo insuperable. Así que hay que encomendarse al recuerdo, a la presencia del nonagenario Dick Van Dyke, y a sus nuevos rostros: una Emily Blunt impecable en el gesto pero muy por debajo de la calidad vocal de Julie Andrews, y un emergente y reputado Lin-Manuel Miranda, perfecto en las canciones aunque con un rostro sin una pizca de carisma para la cámara.
Babelia
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