Cuando ya no, pero aún todavía
2018 ha sido el año del Estatuto del Artista, de su aprobación en el Congreso, pero no de su vigencia. Un sí pero no que se extiende a otros muchos ámbitos del arte
Los cambios de estación tienen algo de peonza. Generan un movimiento de rotación constante aunque apenas se producen cambios de posición. Son esos raros estados de impasse en los que ya no es verano pero aún hace calor. Dejamos atrás el invierno pero sigue haciendo frío. Parece que todo fluctúa en un casi ya, pero todavía no. Y algo le pasa al arte que tiene mucho que ver con eso. La gran noticia de este 2018 llegó el 6 de septiembre cuando el Congreso de los Diputados aprobó el informe de subcomisión para la elaboración de un Estatuto del Artista. Que no hubiera habido unanimidad hasta ahora para algo tan fundamental demuestra lo fuera del mapa de interés, prioridad y valor que tiene el arte en la política. La cosa pareció cambiar cuando José Guirao cogió el maletín del Ministerio de Cultura y Deportes. Los 78 puntos del esperado documento abordan temas de fiscalidad, de protección laboral y Seguridad Social, y la compatibilidad de prestaciones públicas con derechos de autor. No es poca cosa pensando el nivel de precariedad del sector. Traduzco: pagar menos impuestos, es decir, pasar de una retención del 21% (la actual de los artistas) al 10% (como los profesores); resolver el problema de la intermitencia, cuando el trabajo llama mucho a la puerta un año pero no al siguiente, beneficiándose en el IRPF, o hacer compatibles las rentas por los derechos de autor con una pensión de jubilación.
A priori, todo son beneficios siempre que el artista produzca obra asiduamente y tenga relevancia social. Eso significa: exponer y vender, pero ni hay contrato de lo primero ni seguridad de lo segundo. Muchos de los museos españoles siguen en el limbo a la hora de pagar a los artistas. Raro es el que les paga, raro es quien no lo reclama o el que es invitado a cambiar el honorario por la compra de una obra, que ya se sabe que es mejor estar en una colección que cobrar por trabajar como exige cualquiera. Todo muy old school.
En el armario del artista se mezclan hoy el traje de gestor, el de mediador y el de community manager
El coleccionismo también parece vivir descolocado entre el valor capital y la vida social. Tal vez por eso las galerías se han lanzado a celebrar vernissages (visitas privadas previas) y finissages (posteriores), no vaya a ser que se escape una compra tras una copa. Porque ya les digo que para celebraciones no estamos. El rol del artista está como el armario de entretiempo, donde se mezcla el traje de gestor, el de mediador y el de community manager en una profesión multitasking que nada tiene que ver con el gran objetivo que dice tener el Gobierno. Literalmente: “Llevar la cultura española al siglo XXI”.
Está por ver si el Estatuto del Artista se lleva a cabo hasta las últimas consecuencias o no, porque ahora ya está encima de la mesa pero todavía no está aprobado. Otro sí pero no que depende del acuerdo entre los Ministerios de Cultura, Hacienda y Trabajo. Lo mismo ocurre con la eterna ristra de propósitos de “nueva era”, como la ley de mecenazgo y la modernización de las industrias culturales. El dinero es fundamental, qué duda cabe. Que se lo digan al Museo del Prado, que ha tirado de crowfunding ¡y con éxito!, y que pincha este año con una de las exposiciones más flojas de la temporada, la del Bicentenario.
Proyectos y espacios periféricos se han convertido en los escenarios más fructíferos
Aunque quizá, más allá de este tema económico tan en crisis ya, sea más importante aclarar conceptos. Porque un estudiante de Bellas Artes empieza con una idea de éxito en su cabeza y acaba la carrera sin saber a dónde ir, con suerte entra en el circuito joven que lo engulle como producto y empieza a exponer y a tributar igual que lo hace un torero, con el consecuente descoloque de su entorno, al que ya le costaba saber a qué se dedicaba. Un despiste que crece en las aulas, sigue en la calle, se alimenta en los medios y acaba perdido en el agujero negro de Anish Kapoor. Le pasó a un turista este verano en la exposición que este escultor británico nacido en India tenía en la Fundación Serralves de Oporto, cuyo director dimitió meses después por tener que quitar unas fotos de Mapplethorpe de una exposición por la intromisión de terceros en su trabajo. Censura lo llaman, como la que impera estos días en Cuba con el Decreto 349 y nuevas detenciones, como la de Tania Bruguera. Surrealismo de nuevo siglo. Que se lo digan a Marina Abramovich y el cuadro estampado en su cabeza en manos de un supuesto admirador.
Malamente, dice el actual himno estacional. Sobre todo, si contamos que ha sido un año que se ha llevado a muchas de las mentes lúcidas del mundo del arte y el pensamiento, como Robert Morris, Eduardo Arroyo, Helena Almeida, Miguel Ángel Campano, Miquel Benlloch, Darío Villalba, David Goldblatt, José Luis Sánchez, Juan Hidalgo, Ceesepe, Francisco Calvo Serraller, Carmen Bernárdez, José Manuel Costa… Sólo consuela pensar que, al menos, tres grandes artistas se han llevado el aplauso de los dos Premios Nacionales, el de Artes Plásticas y Fotografía, y el Velázquez: Ángel Bados, Leopoldo Pomés y Antoni Miralda. Sin duda, ayuda a resituarse en un contexto artístico cada vez más líquido, con un valor asociado a lo emergente cada vez más alto y con una voz crítica cada vez más floja. Hablar claro crea enemigos, cuando lo sano sería que una crítica no significase una enemistad. Parece que lo tenemos asumido, como los penes de Mapplethorpe, pero no.
La salida, decía Arco este año, era mirar al futuro. De eso se ha hablado mucho este 2018. Un futuro ancho, con muchas pistas de sonido y elaborado a muchas manos. El paulatino cambio generacional parece cada vez más cerca y pasa por la misma feria, con Maribel López como nueva directora a partir de marzo, y se extiende al último nombramiento institucional, el de Beatriz Herráez como directora de Artium en Vitoria. Los cambios en los museos llegarán más adelante, entre 2019 y 2020, fecha en que finalizan muchos de los contratos de sus directores y directoras (poquísimas) y en que habrá un estallido de dinero privado para nuevas fundaciones, aperturas y reaperturas, como la del Museo Chillida-Leku, que aseguran desde Hauser & Wirth que va lenta, pero va, como la idea de abrir una nueva sede de la galería en Menorca.
Pero mientras toda esa inversión llega, la de fuera y la de dentro, para poner fin al estancamiento cultural, hay que estar atento a otro tipo de proyectos, espacios, pequeñas plataformas o ideas satélites que se han convertido en el escenario más fructífero y dinámico del arte contemporáneo. Trabajan con menos dinero, pero con más libertad. Son menos visibles, pero de gran alcance social. Narrativas periféricas en las que el mecanismo emocional funciona como activismo. Si no, miren cómo el Me Too se ha colado en la tercera posición del Power 100 de Artreview.
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