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“De pequeño, yo quería ser rey de España”

El gran director de escena Bob Wilson estrena 'Turandot' en el Teatro Real

Jesús Ruiz Mantilla
El director de escena norteamericano Bob Wilson, el pasado martes en el Teatro Real.
El director de escena norteamericano Bob Wilson, el pasado martes en el Teatro Real.Carlos Rosillo

En la soledad de su habitación, Bob Wilson soñaba callado desde niño con ambiciones extrañas para Waco (Texas). Allí nació hace 77 años. Su hermana era muy sociable, su padre llegó a alcalde, su madre murió joven y él, apenas hablaba. Le ataba demasiado el nudo de su timidez en la misma medida que le alejaba de la calle y de un ambiente caduco y opresivo. Por eso, liberaba sus deseos con grandes aspiraciones: “De pequeño, yo quería ser rey de España”, comenta frente a la estatua de Isabel II, en Madrid. Y en parte lo cumplió con su primera obra escenificada, que llevaba por título El rey de España. Un espectáculo creado por él mismo bajo el seudónimo de Byrd Hoffman. 

No muy alejado de su delirio, tras más de 50 años de carrera, ahora guía los pasos de la princesa Turandot (Puccini) mañana en el Teatro Real. Su método es mutante. Busca la matemática de la emoción mediante una arquitectura sin planos fijos. Sus prioridades pueden encontrarse en lo aparentemente superfluo, si lo intuye más bello o más proclive a la sacudida que lo primordial. “Muy pocos artistas saben estar en escena. La mayoría se comporta como si esperaran al autobús. No es así. Dentro de nuestro mundo, nada se parece a la calle. ¿Le pedirías a Buster Keaton o a Chaplin que se movieran como la gente lo hace en la vida real?”.

El teatro es todo menos natural, comenta. “Alejarse de ese concepto es paradójicamente más lógico y mucho más honesto”. Por eso, cuenta con un olfato especial para la grandeza. “No todo el mundo la tiene”, afirma. Y si la descubre en algún actor o cantante, aunque no deba salir a escena, la lleva a primer plano. “Una vez hice Lohengrin [Wagner] con Agnes Baltsa. Tenía tanto magnetismo que le pedí que se quedara incluso cuando no le tocaba a su personaje. La gente no podía quitarle los ojos de encima”. Otra vez, con Jessie Norman montó un Winterreise, el ciclo de canciones de Schubert, en París. “Se produjo el 11 de septiembre y me dijo que se sentía incapaz de cantar. Yo la animé, apareció en escena, pero a los diez minutos empezó a llorar. Quedó quieta, en silencio. Paró la música y al rato el público comenzó a llorar con ella”.

“Muy pocos artistas saben estar en escena, simplemente. La mayoría se comporta como si esperaran al autobús"

Ese imán es algo que busca en cada montaje. “Empiezo cada proyecto con la ilusión que tenía a los seis años”. Pero con un grado de exigencia que no muchos intérpretes aguantan. Por su perfeccionismo y por la incertidumbre que les produce ir creando a cada paso y cambiando.

Además de dirigir los movimientos y emociones de los intérpretes, es iluminador y escenógrafo. La luz toma los rostros, los cuerpos y los elementos con precisión. Su filosofía del movimiento, la acción y la quietud responden a una estética propia. Una escuela que ha cambiado el teatro en el mundo y a la que el artista tejano es fiel a su leyenda.

La que ha forjado desde la contracultura hasta constituir un canon. La que bebió de colaboraciones con Philip Glass —con quien creó ese hito todavía perdurable de Einsten on the beach o también O Corvo Branco hace 20 años—, Lou Reed, David Byrne, Laurie Anderson, Tom Waits, Lady Gaga, Rufus Wainwright o Antony Hegarty y Marina Abramovic, con quienes montó su más reciente ópera en el Real en la época de Gerard Mortier.

Creo que nuestra generación despojamos a la ópera de artificio para conducir al público a una concentración en lo importante: la música”.

Ahora aborda un Turandot que se le resistía. Como hace años le ocurrió lo mismo con Madama Butterfly, también de Puccini, hasta que supo apartarle su manto tópico de cuento japonés para occidentales: “Me alejaba de esa historia su lado kitsch y la abordé desde el teatro noh nipón. Descubrí un cuento medieval calcado. Hoy no hacen más que reponerla”.

En cuanto a la otra ópera oriental del maestro, Wilson ha huido de artificios huecos. “Para mí es un cuento de hadas sobre el poder. Lo he concebido como un tapiz antiguo. Pero, de verdad, no sabía qué hacer con este final. La música de Franco Alfano —que acabó la partitura inconclusa de Puccini— no me gusta, me parece una mala imitación del maestro. Prefiero el que escribió Luciano Berio para Salzburgo. Lo propuse, pero no lo querían”.

En el espectáculo que ha puesto en marcha, Wilson reivindica esencias. Cree que su generación ha aportado desde el teatro a la ópera una búsqueda interior, alejada de la parafernalia. “Este arte solía componerse de muchas capas como la danza, los decorados y los vestuarios ampulosos… Creo que nosotros lo despojamos de artificio para conducir al público a una concentración en lo importante: la música”, comenta. Como vehículo para mejorar el mundo o para romper las barreras que de niño le ataban de pies y manos en Waco: “Un lugar muy conservador. Apenas vuelvo. Todo era pecado: bailar en la universidad hasta hace ocho años estaba prohibido. ¡Pecado! Yo pecaba mucho, desde luego”.

 

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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