Anverso del mal rollo
No siento ninguna simpatía, pero sí duradero estupor, ante esta criatura aparentemente plácida y subterráneamente patológica
No fue premeditado, sino casual, no pretendía ilustrarme sobre los asesinos en serie más desconcertantes en la historia del cine, no es mi tema favorito, no soy un moderno ni un tarado. Me ocurrió días antes de ver El ángel. Revisé con pereza inicial y progresiva somnolencia Malas tierras, la primera película de Terence Mallick, ese director beatificado (de acuerdo en que “El árbol de la vida es fascinante) por la sagrada academia del arte desde su bautizo. Y estuve a punto de abandonarla todo el rato. Me preguntaba qué hacía yo en la madrugada observando los sucesivos crímenes y el acorralado vagabundeo de un personaje que no me interesa lo más mínimo, de ese imitador del insoportable James Dean para el que las vidas ajenas no valen nada, que tampoco valora mucho la suya, y huye a través del país haciendo y diciendo tonterías con su adolescente, calcetinera y sosa novia. Llego al final porque me sobra el tiempo, con el convencimiento de que el único killer múltiple que me apasiona es el seductor y terrorífico caníbal Hannibal Lecter de la adrenalínica El silencio de los corderos.
EL ÁNGEL
Dirección: Luis Ortega.
Intérpretes: Lorenzo Ferro, Chino Darín, Daniel Fanego, Mercedes Morán, Cecilia Roth, Peter Lanzani.
Género: thriller. Argentina, 2018.
Duración: 118 minutos.
Antes de acercarme a El ángel me cuentan que la historia es real, que su protagonista es el preso que acumula más cadenas perpetuas en Argentina, que acumula once asesinatos en su precoz carrera. Y en el arranque de la película veo a un quinceañero con rostro y expresión de querubín que pasea plácidamente por la calle y sin actitud premeditada ni rastro de nervios, porque le divierte, entra a robar en la primera mansión que encuentra. Aquello se convierte en un oficio fundamentalmente lúdico, con una conciencia muy particular del libre albedrío. Y posteriormente mata y mucho, con indiferencia, con gelidez, con eficiencia, sin complejo de culpa. En sus robos no le mueve la codicia ni el sadismo en sus crímenes, simplemente le divierte, es un juego convertido con alarmante naturalidad en forma de vida. No viene de un hogar traumático, tiene pareja, su angelical sonrisa no es una pose. Por ello resulta más inquietante. Todo es insólito, pero actúa con tanta naturalidad que da miedo. A su lado palidece la familia de gánsteres profesionales que le acoge enfermizamente e intentan que perfeccione su delincuente oficio.
No siento ninguna simpatía, pero sí duradero estupor ante esta criatura aparentemente plácida y subterráneamente patológica. Pero el director Luis Ortega imprime a la historia un tono enigmático y poderoso, una atmósfera malsana, que no me permite desinteresarme hasta el final de la cotidianeidad de este tipo tan singular y peligroso. Provoca desasosiego que el mal no exhiba colmillos, cuernos, ni rabo.
Relaciono el tortuoso ambiente de El ángel con el que planea sobre el mejor cine argentino de los últimos años. Con las duras, sucias, violentas y sombrías historias que cuenta el más que estimable director Pablo Trapero, en especial con el argumento de la perturbadora El clan, retrato de una familia de secuestradores y asesinos que reza unida. También me recuerda el canalleo callejero de Nueve reinas. O el cruel y sórdido capítulo de Relatos salvajes en el que un millonario trata de comprar al jardinero para que se haga culpable del accidente mortal que ha provocado su hijo. La sensación de que todo huele a podrido se prolonga igualmente en la obra del director chileno Pablo Larraín, autor de la escalofriante El club. La temática que desarrolla ese cine está enemistada con el convencionalismo y los finales felices. Tiende a la negrura. Y está desarrollada con complejidad.
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