El ángel de la guarda contra la santa muerte
La combinatoria de tópicos que activa el 'flashback' sobre el trauma del personaje y la rutina con que se resuelven las secuencias de acción resumen sus fallos
La cámara se acerca a un coche que se agita a golpe de rítmicas sacudidas en la azotea de un aparcamiento. Décadas de lugar común proporcionan al espectador las claves necesarias para interpretar la imagen: se supone que ese es el signo que ha inmortalizado el cine para informar a los espectadores de que, en el interior del vehículo, hay una pareja entregada al sexo. Pero no: lo que ocurre en el interior es que una contundente Jennifer Garner está repartiéndole estopa a un tipo patibulario hasta que remata la faena reventándole la cabeza. La secuencia pasa por corte a una secuencia de créditos que, en sus formas y ritmos, flirtea con la mímesis de las paradigmáticas cabeceras de una serie televisiva: en este caso, las imágenes parecen estar desarticulando el recuerdo nostálgico de la ráfaga de sonidos e imágenes que abrían la sofisticada Corrupción en Miami de los ochenta. En lugar de flamencos rosas ascendiendo a cielos de neón, colores pastel y glamour hortera, lo que aquí se acumula son calles desamparadas, poblados chabolistas, vidas sin techo en las zonas más marginales de Los Ángeles. El arranque de Matar o morir (Peppermint), quinto largometraje de Pierre Morel, anticipa una película bastante menos sumisa a las fórmulas de lo que acaba siendo.
MATAR O MORIR (PEPPERMINT)
Dirección: Pierre Morel.
Intérpretes: Jennifer Garner, John Ortiz, John Gallagher, jr., Annie Ilonseh.
Género: thriller. Estados Unidos, 2018.
Duración: 101 minutos.
Formado en la escudería Luc Besson, Morel cuenta en su haber con la fundación de una franquicia que reformuló, inesperadamente, a Liam Neeson como torvo héroe de acción –Venganza (2008)- y con un sorprendente trabajo recorrido por un irreverente sentido del humor –Desde París con amor (2010)-, dos piezas que, de distintas maneras, transmitían el mensaje de que tenía cierto sentido proponer un cine de acción europeo a la americana, porque siempre se colaría entre sus rendijas una singularidad capaz de desmarcarlo del mero producto de consumo. Pero no, la combinatoria de tópicos que activa el temprano flashback sobre el trauma del personaje y la mera rutina con que se resuelven las secuencias de acción -¡ese tiroteo en el almacén de piñatas!- delatan que quizá la aspiración última de Morel era convertirse en un realizador de thrillers del montón.
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