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Caminante, sí hay camino

Las rutas para recorrer a pie siguen un proceso evolutivo. Un buen sendero, como un buen chiste, es resultado de autores y correctores anónimos

Un vaquero en el Medio Oeste de Estados Unidos vigila su ganado. 
Un vaquero en el Medio Oeste de Estados Unidos vigila su ganado. Ullstein Bild (Getty images)

Cuando llegué a conocer a mis colegas senderistas —un abigarrado grupo de aspirantes a la libertad, fanáticos de la naturaleza y absolutos excéntricos—, me sorprendió por extraño el hecho de que todos nos hubiéramos confinado de buen grado a un único camino. La mayoría veíamos aquella caminata como un interludio de libertad desenfrenada antes de volver a entrar en el laberinto cada vez más estricto de la vida adulta. Pero resultó que un camino no ofrece libertad completa; es más bien lo contrario: un camino es una discreta reducción de opciones. El grado de libertad del camino se parece más a un río que a un océano. Por decirlo de la manera más sencilla posible, un camino es una manera de dar sentido al mundo.

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Hay infinitas formas de atravesar un paisaje; las opciones son abrumadoras y abundan los peligros. La función de un camino es reducir ese ingente caos a una línea inteligible. Los antiguos profetas y sabios —la mayoría de los cuales vivieron en una época en la que los senderos constituían la principal vía de transporte— supieron entender íntimamente este hecho, y de ahí que los textos fundacionales de casi todas las grandes religiones invoquen la metáfora del camino (…)

Pero los caminos, como las religiones, raras veces son fijos. Cambian constantemente —se ensanchan o se estrechan, se escinden o se fusionan— en función de si, y cómo, sus seguidores deciden usarlos. Tanto el camino religioso como el de los senderistas se hace —como dicen los taoístas y los poetas— al andar.

El uso crea caminos. Los que resultan duraderos, pues, deben de ser de uso. Persisten porque conectan un nodo de deseo con otro: un refugio, con un manantial de agua dulce; una casa, con un pozo; un pueblo, con una arboleda. Dado que expresan y satisfacen a la vez el deseo colectivo, existen en la medida en que lo hace el deseo; una vez que este se extingue, también ellos se desvanecen.

En la década de 1980, un profesor de Diseño Urbano de la Universidad de ­Stuttgart llamado Klaus Humpert empezó a estudiar una serie de senderos de tierra que habían surgido en las extensiones de césped del campus, formando atajos entre las diversas vías peatonales pavimentadas. Realizó un experimento consistente en eliminar aquellos senderos informales del campus volviendo a sembrar césped en ellos. Tal como sospechaba, no tardaron en aparecer nuevos caminos donde habían estado los anteriores. Estos improvisados senderos, que resultan sorprendentemente comunes, reciben el nombre de “caminos del deseo”. Pueden encontrarse en los parques de todas las grandes ciudades de la tierra, cortando esos ángulos rectos que la eficiencia tanto deplora.

Los “caminos del deseo” pueden encontrarse en parques de todas las grandes ciudades de la tierra, cortando esos ángulos rectos que la eficiencia tanto deplora

Estudiando imágenes por satélite, he encontrado caminos del deseo en las capitales de los países más represivos del mundo: ­Pyongyang, Naypyidó, Ashjabad… Comprensiblemente, los arquitectos dictatoriales, como los propios dictadores, los desprecian. Un atajo es una especie de grafiti geográfico, que delata la incapacidad autoritaria de predecir nuestras necesidades y vigilar nuestros deseos. Como respuesta, los planificadores a veces tratan de impedir los caminos del deseo por la fuerza. Pero esta táctica está condenada al fracaso: los setos se pisotean, los letreros se arrancan y las vallas se derriban. Los diseñadores sabios esculpen con el deseo, no contra él.

Antes, cuando encontraba un camino sin señalizar en el bosque o en el parque de una ciudad, solía preguntarme quién habría sido su autor. Pero descubrí que, por regla general, la respuesta era que nadie. Simplemente había surgido. Alguien había intentado resolver un problema y emprendido un vacilante trayecto; otra persona le había seguido, y luego otra, mejorando sutilmente el camino a cada paso. Los caminos no son únicos en ese aspecto: ocurre un proceso evolutivo similar en otras creaciones comunitarias, como los relatos populares, las canciones de trabajo, los chistes y los memes.

Cuando escuchaba un viejo chiste, solía preguntarme qué anónimo y olvidado genio cómico lo habría escrito. Pero esa era una pregunta fútil, puesto que la mayoría de los viejos chistes no nacieron completos, sino que han evolucionado a lo largo de decenios. Richard Raskin, un estudioso del humor judío, ha examinado minuciosamente cientos de antologías de chistes judíos en múltiples lenguas, nada menos que desde comienzos del siglo XIX hasta el presente, en busca de los orígenes de los chistes clásicos. Lo que descubrió fue que los chistes tradicionales judíos evolucionan a lo largo de una serie de sendas comunes, que por regla general implican recontextualizar, forzar la lógica, alterar personajes y escenarios y añadir finales cada vez más sorprendentes, todo ello en busca de “un mejor modo de realizar el potencial cómico de las historias”. Como un buen camino, un buen chiste es el resultado de un incontable número de autores y correctores anónimos (…)

Un atajo es una especie de grafiti geográfico, que delata la incapacidad autoritaria de predecir nuestras necesidades

Los humanos no son ni los primeros que abrieron caminos ni los que más destacan en dicha actividad. Comparadas con nuestros toscos caminos de tierra, las sendas de las hormigas son extraordinariamente rectas. Resulta que muchas especies de mamíferos también son constructoras de caminos notablemente hábiles. Hasta los animales más tontos son expertos en encontrar la ruta más eficiente en un paisaje. Nuestras lenguas han evolucionado para reflejar este hecho: en Japón, los caminos del deseo se llaman kemonomichi o “caminos de animal”; en Francia los llaman chemins de l’âne o “caminos de asno”; en Holanda se conocen como Olifantenpad o “caminos de elefante”, y en Inglaterra la gente a veces los llama cow paths o “caminos de vaca”.

“Decimos que las vacas diseñaron Boston —escribía Emerson, haciendo referencia a la creencia (probablemente apócrifa) de que la sinuosa red de calles de la ciudad fue el resultado de pavimentar antiguos caminos de vacas—. Bueno, hay peores topógrafos. Cualquiera que pasee por nuestros prados disfruta con frecuencia de la ocasión de agradecerles a las vacas que hayan abierto el mejor camino a través de los matorrales y en las colinas; y viajeros e indios conocen el valor de un camino de búfalo, que con seguridad constituye el paso más fácil posible a través de una cresta”. Más de un siglo después, un estudio de la Universidad de Oregón confirma la afirmación de Emerson: se enfrentó a 40 cabezas de vacuno a un sofisticado programa de ordenador en la tarea de encontrar el camino más eficiente a través de un campo; al final, las vacas superaron al ordenador por más de un 10% de aciertos.

Robert Moor es periodista y ensayista. Este extracto forma parte de su libro En los senderos, publicado por Capitán Swing.

Traducción de Francisco J. Ramos Mena.

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