Robert Wilson da una nueva luz al Edipo de Sófocles
El Teatro Olímpico de Vicenza estrena un grandioso proyecto de carácter global bajo una perspectiva netamente coreográfica
Pocos sitios, aún en silencio o vacíos, son el teatro en sí mismo, con mayúsculas y sin otra necesidad del visitante que estar allí, sumergirse en un espacio sagrado y perfecto, verdadera cúspide de la creación humana y reverencia al arte milenario de Melpómene y Talía. Andrea Palladio lo imaginó así a fines del siglo XVI en la concepción del Olímpico de Vicenza dibujando magistralmente el espacio entre los muros vetustos de una antigua cárcel, y así nos recibe hoy, con una grandeza que no apabulla, sino que envuelve, con un despliegue armónico de formas clásicas que se convierten en la cornisa ideal, el marco perfecto para que el teatro y la danza, en todas sus formas y estilos, demuestren su voluntad de sobrevivir, de enseñarnos la senda espejo de las artes y su valor imperecedero, su papel de vocero de la noticia y de la farsa, del trágico y del cómico. Emociona pensar que han subsistido en parte hasta las lámparas de la iluminación fantasmal que ideó Scamozzi para el estreno de Edipo en el siglo XVI.
El ciclo 71 de Espectáculos Clásicos del Teatro Olímpico de Vicenza en 2018 (se comenzaron a realizar en el lejano 1934) ha tenido su punto culminante en el estreno mundial de Oedipus, de Robert Wilson (Waco, Texas, 1941) basado libremente en el Edipo Tirano, o Edipo rey, de Sófocles; desde el siglo XVI, solamente se había vuelto a representar una vez en 1997 dirigido por Gianfranco del Bosio en los actos de reapertura del escenario tras la restauración. El pasado domingo 7 fue la última representación en Vicenza de esta obra que Aristóteles situó en su Poética con la cumbre ejemplar del teatro trágico. El estreno el pasado jueves 4 fue un triunfo sin fisuras del que es probablemente el director escénico vivo y en activo más influyente del planeta. Un artista que ha aportado a la escena contemporánea un decálogo plástico propio y brillante, sensible y distintivo que, partiendo de un minimalismo militante, se ha abierto a una especie de enciclopedismo de nueva era, globalizando el conjunto, internacionalizando cada vez más la plantilla, buscando en los rincones más alejados la conexión vertical a sus propósitos estéticos.
El peculiar espacio del Olímpico se adapta sin dificultad a lo que Wilson dibuja, que no es otra cosa que una coreografía coral y ritual solamente interrumpida en la hora y 15 minutos que dura por unos chocantes oscuros que sirven de pausa veloz entre las escenas. El baile, pantomímico o puro, ocupa gran parte de la velada. A veces en solos, a veces en grupo. La coreografía de la danza nupcial la ha ideado expresamente el australiano Wesley Enoch en una de esas combinaciones a primera vista extemporáneas que tanto gustan a Wilson y que luego casan de manera líquida y natural en la trama. Casilda Madrazo y Alexios Fousekis aportan un nervio especial a los bailes.
Mucho más que una estética y un estilo, Wilson es ya un sistema. Edipo, que ya está marcado en los repertorios del siglo XX con, entre otros, la ópera de Stravinski (1927) y el ballet de Martha Graham (Night Journey, 1947), encuentra en Robert Wilson una perspectiva nueva y actual. Los bailarines como esculturas móviles, el concepto del coro pero establecido dentro de la plástica del fundido, el control milimétrico del paso escénico, una especie de tiranía del regidor. Y hay una indirecta referencia y homenaje a Pina Bausch al inundarse de sillas el escenario en la escena final, sillas que son abatidas y golpeadas por la ira inconsecuente de un Edipo ya ciego.
Es cierto que este Edipo tuvo este mismo verano un pre-estreno en el Teatro Grande Pompeya (Nápoles se implicó como coproductor), una especie de puesta a punto en un sitio memorial que no necesita presentación alguna, las imponentes ruinas partenopeas, pero la obra ha sido comisionada, ensayada y pensada para el Teatro Olímpico de Vicenza, que ya fue inaugurado con esta misma obra. El 3 de marzo de 1585, último domingo de carnaval, el Olímpico se abría por primera vez con la representación de este Edipo en el que es el primer teatro estable cubierto que se conserva; las crónicas relatan que la elección del título estuvo entonces precedida de largos debates de la Academia Olímpica (que aún hoy se reúne en la sala contigua al teatro mismo) y parte del milagro está en que la escenografía de entonces, con la evocación de las siete calles de Tebas recreada por Scamozzi en esas forzadas perspectivas de madera, y todavía se alza en el mismo sitio, puede verse y casi tocarse, y es allí donde los actores y bailarines de Wilson han desgranado de manera deconstruida los textos sofoclianos en griego, latín, italiano, alemán e inglés, y donde el ritual clasicista ha tomado cuerpo contemporáneo en una puesta en escena magnética, fulgurante de principio a fin, intensa y aportando una vibración trágica de gran calado.
Es verdad que cada vez encontramos a un Wilson más “bailado” y coreográfico, como si el movimiento reglado y coréutico ofreciera una ventana de lenguaje y estructura que se antoja inagotable. Ya se vio esta impronta desde los tiempos de The Knee Plays [visto en Madrid en el Festival de Otoño de 1985 en el Palacio de Congresos de La Castellana] con el concurso de la coreógrafa Suzushi Hanayagi, una personalidad que desde entonces marcó a Wilson y entró en la génesis, la fórmula estilística del estadounidense, luego retomada por Lucinda Childs.
La plantilla escogida para este Edipo es toda una declaración de principios y vale la pena desgranarla. Casi todos los actores pasan de los 70 años, los bailarines aportan el contraste con su energía escultórica y juventud. No hay nada casual en ello. Mariano Rigillo (Nápoles, 1939) como implacable narrador, memoria e hilo de la obra; Angela Winkler (Templin, Alemania, 1944) en su figuración de observadora e interrogante; Meg Harper (Evanston, Illinois, 1944) como Tiresias, una mítica bailarina de Merce Cunningham dando densidad a una pantomima plena de severidad orientalista; el saxofonista y artista plástico Dickie Landry (Luisiana, 1938), verdadero espectro catalizador (¿quién no recuerda sus fotos de William Burroughs?) con su música llena de melancolía; Casilda Madrazo (México, 1980) una bailarina experimental de flamenco encarnando una Yocasta hierática y finalmente Michalis Theophanous (Grecia, 1982), un artista que une baile y presencia apolínea en su Edipo, introspectivo y potente, ya antes demostró sus artes en el Adam´s Passion (2015) del propio Wilson con baile y coreografía de Lucinda Childs y música de Arvo Pärt y aquí en el Olímpico junto a Dimitris Papaioanou en el evocativo Primal Matter.
Matiza la trama la ruandesa Kayije Kagame, especie divinizada de tótem, bellísima y seductora, recita en varias lenguas y se pasea entre el público, equilibra sus pasos en la grada y roza con sus vestiduras al público. No es de obviar la influencia plástica de Isamo Noguchi, presente en trajes y objetos. El día 4 era el cumpleaños de Wilson y Landry salió al final con su lustroso saxofón y las notas de Cumpleaños feliz, que corearon todos los artistas, un instante que pudo emocionar hasta al propio director, tenido siempre como un imperturbable hombre de hielo en conventual traje negro.
Este espectáculo, coproducido por el ente Teatro Stabile de Nápoles, estará en cartel en el Teatro Mercadante de esa ciudad del 9 al 20 de enero de 2019.
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