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El derecho de autor contra los derechos sociales

Una película sobre la paliza mortal a un preso en una cárcel italiana causa un conflicto entre distribuidores y público

Proyección de 'Sulla mia pelle' de Alessio Cremonini en el centro social de Labas, Bolonia.
Proyección de 'Sulla mia pelle' de Alessio Cremonini en el centro social de Labas, Bolonia.Max Cavallari (EL PAÍS)
Daniel Verdú

La justicia poética, algunas veces, es más rápida que la de los tribunales. Sucede que algunas obras culturales se convierten en banderas sociales y adquieren una dimensión difícil de encerrar en una sala o en el escaparate de una librería. Italia ha vivido una pequeña revolución con el estreno de En mi propia piel, la película de Alessio Cremonini que destripa los últimos días de Stefano Cucchi en una cárcel romana, donde falleció tras ser detenido y recibir una brutal paliza a manos de los carabinieri.

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Unas 140 personas fueron testigos de su calvario. Pero durante años se tapó la historia y se escondió a los culpables entre la madeja de un farragoso proceso judicial que todavía colea. Pero en el pasado festival de Venecia se encendieron los focos. Si alguien quería que esta historia no se supiera, debe asumir ahora que se verá en 190 países a través de Netflix. El problema ha llegado a la hora de compaginar los intereses comerciales de la plataforma, los de los exhibidores cinematográficos y el de su propósito social.

El mismo año que falleció Cucchi, otras 190 personas murieron en las cárceles italianas. Él fue el número 149. Y hubiera sido solo eso si su hermana Ilaria no se hubiera deslomado intentando que su historia se conociera con toda la crudeza y el dolor que la familia arrastraba. Cucchi, un toxicómano detenido por tráfico de drogas, nunca fue un santo. Y nadie intentó hacerlo pasar por otra cosa. Y esa neutralidad formó parte de una denuncia que durante años quedó silenciada entre los muros del juzgado. Y la película, basada en las 10.000 páginas del sumario, se ha mantenido en ese territorio. No hacía falta más.

La paradoja es que En mi propia piel ha provocado una ola de indignación y apoyo en Italia mayor de la que el propio caso generó durante años. Decenas de centros sociales y asociaciones de estudiantes han decidido proyectarla gratuitamente en espacios abiertos. Una decisión que, claro, no compartieron sus explotadores comerciales, pero ayudó a difundir el mensaje. Ilaria Cucchi no tiene dudas. “Es un instrumento de denuncia importantísimo. No hemos tenido ningún papel en la película, menos todavía económico. Pero para nosotros es la continuación de la batalla que llevamos librando desde hace nueve años. El hecho de que se llenen las salas y las plazas es que hay mucha voluntad de conocer esta historia. Que sea así y se pueda ver en tantos países, se contrapone con la soledad con la que murió Stefano”, apunta.

En la Universidad de la Sapienza había 2.000 personas. Pero no solo en Roma. Uno de los primeros centros sociales en tomar la decisión de piratear su proyección fue Labàs de Bolonia. Alessandro Brunello, activista de esta organización, cree que el discurso que lo ampara es simple. “Cuando vimos el contenido de la película, el cuidado que hubo en contar los hechos, en la reconstrucción detallada y, sobre todo en la supervisión de la asociación de Ilaria Cucchi, pensamos que su valor social está por encima de cuestiones comerciales de copyright. Hacer un debate público ahora sobre lucha y abusos, fuerzas del orden contra derechos básicos… justo en el momento que atraviesa Italia era muy oportuno. Ha habido tantos casos parecidos...”, señala al teléfono.

La película y el conflicto entre sus usos, sin embargo, plantean un triple salto mortal. Su productor, Andrea Occhipinti, que además era el presidente de los distribuidores de Italia, decidió estrenarla a la vez en las salas y en Netflix. Lo hizo por visibilidad, rentabilidad y por cierta militancia, cuenta. Una decisión que cabreó a muchos de sus colegas. “Hacer esta película ya era en sí mismo un acto político. Pero una vez hecha, llegó Netflix y quisieron comprarla. Nos pareció un éxito que tuviera una platea mundial. Para nosotros, pero también para su hermana, a quien se debe que este hecho sea conocido. Pero en este caso hay algo militante por una cuestión social”, dice. La decisión desembocó en la dimisión de Occhipinti como presidente de los distribuidores. Un experimento a tres bandas que ha acelerado la justicia que reclamaba este caso.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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