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DESDE EL PUENTE
Columna
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El intérprete de metales

Para sus esculturas, elegía los materiales apropiados a la medida de sus sueños

Manuel Vicent
Andreu Alfaro, junto a una de sus esculturas en 1994.
Andreu Alfaro, junto a una de sus esculturas en 1994.CRISTÓBAL MANUEL (EL PAÍS)

Solo en Valencia pudo darse el caso de que un joven carnicero convertido en un gran escultor acabara siendo un enamorado de Goethe a quien dedicó esculturas de acero lírico y de un mármol casi carnal. ¿Un carnicero goethiano? Hay que ser valenciano de pura cepa para que ese milagro sea posible. Se trata de Andreu Alfaro, (Valencia 1929- 2012), cuya exposición retrospectiva —Alfaro. Laboratorio de formas escultóricas—,se abrirá el 5 de octubre en el Centro Cultural de Bancaja (Valencia). El joven Andreu Alfaro, mucho antes de pensar en ser un artista sobresaliente se conformaba con ser un buen tratante de ganado y lo demostraba a la hora de recorrer los pueblos de la comarca para comprar novillos y terneras con que abastecer las demandas de la carnicería que regentaba la familia. Era una carnicería de lujo instalada en el barrio más burgués de la ciudad, con buena clientela, lo que permitía a sus padres pasearse por la calle en un landó de diseño modernista. Ese trato cerrado con los huertanos en bares y colmados dotó al joven Andreu de mucha gramática parda. Unos aprenden psicología en la universidad, otros, como en este caso, la absorben directamente de la fuente natural que mana de las pasiones expresadas con gestos, miradas y silencios por la gente de la calle.

Alfaro creció imbuido de ideas republicanas y anticlericales propias del blasquismo que había respirado en casa junto con la moral del trabajo honrado, la del menestral que ante todo lleva bien las cuentas y paga religiosamente las deudas. Quien en Valencia se apodere del espíritu del mercado central tendrá la llave de la ciudad. Este principio consagrado por Blasco Ibáñez lo asimiló muy bien el padre del artista porque acabó siendo uno de los alcaldes de Valencia durante la República.

En medio de la represión política de la posguerra el inconformismo natural de Andreu Alfaro se manifestó en una confusa rebeldía sin nombre que solo encontraba salida en el deporte. La práctica de la natación y del submarinismo le habían dotado de un cuerpo atlético que compartía con una inteligencia de primera mano. Sus opiniones eran siempre apasionadas aunque atemperadas por la ironía y el humor sarcástico muy mediterráneo.

Alfaro tenía opiniones apasionadas atemperadas por la ironía y el humor

Alfaro estaba muy dotado para el dibujo, una afición que ejercía como un ejercicio solitario y autodidacta para liberarse de la sucia realidad cotidiana del matadero municipal. La visita a la Exposición Universal de Bruselas en 1958 y sobre todo el viaje juvenil a Italia fue para él una revelación más allá de las inevitables dudas. Sería escultor. Primero dibujó para una empresa de publicidad, después se integró en el grupo Parpalló, pero desde el principio tuvo claro que este nuevo oficio no tenía sentido si no se ponía al servicio de la colectividad.

Había que elegir los materiales apropiados a la medida de sus sueños, buscar un punto entre la estética y la producción industrial para conquistar el espacio público, las plazas, los parques, los grandes vestíbulos. Su amigo Raimon ha definido a Alfaro como un “intérprete de metales”, otros han señalado sus varillas generatrices como una forma de música. En efecto, existe un Alfaro íntimo, capaz de formalizar sentimientos muy sofisticados en esculturas de pequeño formato pero su mayor triunfo se debe a la manipulación de materiales industriales que definen su arte en las encrucijadas de la ciudad.

Un salto cualitativo en su vida se produjo con la amistad de Joan Fuster, quien tal vez le hizo saber que la verdad del artista consiste en absorber la cultura universal a través de las raíces de la propia tierra. En este caso debería esforzarse por encontrar primero el Partenón o los kouroi egipcios o las tanagras de Creta o al propio Goethe que tanto le gustaba enterrados en el subsuelo de Valencia. Solo así podría plantar después sus esculturas en Nueva York, en Fráncfort, en Barcelona y en Madrid, en cualquier parte del planeta sin dejar de ser valenciano. Andreu Alfaro dedicó su último trabajo al mundo del jazz, a esos negros que cantan su pena azul con voz de madera quemada, a los clarinetes y saxos cuyo sonido es un licor muy largo, a todos los pianos que en los antros del sur también sirven de féretros, a Billie Holiday, la primera, y a todos los grandes y lo hizo a su vez como un intérprete de metales.

Mi memoria de Alfaro se halla instalada en una encrucijada de amigos, Raimon, Vicent Ventura y aquel Joan Fuster volteriano y burlón que desmitificaba a los guerreros de la Anábasis de Jenofonte cuando exclamaba: “! el mar, el mar! , pero desde el chiringuito con un whisky en la mano”. Corrían malos tiempos en Valencia durante la Transición donde por cuestiones lingüísticas te ponían una bomba. como le sucedió al propio Fuster a quien le reventaron en dos ocasiones la puerta de casa. Andreu Alfaro estuvo en todos los frentes culturales de la democracia valenciana, en la fundación y arraigo del IVAM y en tantos otros empeños por sacudirse de encima la caspa y liberar la gracia grecolatina del inconsciente colectivo del Valencia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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