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DIARIO DE INVIERNO | 7
Columna
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Mi barrio

El crepúsculo que tiñe el barrio de colores desconocidos me recuerda por qué me gusta el suroeste de Buenos Aires

Marcos Balfagón (EL PAÍS)

El cielo está raro: un poco rosado con trazos celestes y, más cerca, una espesa nube que se mueve. También hay sol. La nube oscura trae lluvia así que se mezclan los chaparrones con la luz del atardecer y este crepúsculo que tiñe el barrio de colores desconocidos me recuerda por qué me gusta el suroeste de Buenos Aires, estos barrios que ningún turista sabe que existen: Flores, Floresta, Parque Chacabuco, Parque Avellaneda, Parque Patricios. La ciudad, aquí, todavía es apacible. No hay tantos edificios, mejor dicho avanzan de a poco las horribles torres con amenities, pero sigue siendo asombrosa la cantidad de casas, como la mía, que incluso con sus goteras y su tendencia a inundarse cuando llueve en proporciones bíblicas sigue siendo mejor que cualquier departamento con sus vecinos. Los terribles vecinos.

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Hace muchos años me prometí no volver a un edificio solo para evitarlos. Tuve una vecina suicida que se colgó de la lámpara de su habitación; conviví pared de por medio con dos ancianas que se odiaban con una intensidad a la Bette Davis (una solía mojarle la cama a la otra para que, cuando volviese de trabajar, no tuviera un colchón seco donde descansar); conocí jovenzuelos hijos de millonarios que escuchaban la peor música de la galaxia y si se les pedía un volumen caritativo se reían mascando chicle, con la cerveza en la mano y la soberbia de papá en los ojos. Nunca más vecinos. Al menos no tan cerca.

Mi barrio tiene pequeñas calles angostas con casas construidas para obreros del ferrocarril en los años treinta. Todavía son hermosas y además son testigo de un pasado insólito durante el que los patrones querían que sus empleados vivieran bien. ¡Es para volverse loco! La simetría ha quedado partida, sin embargo, por la autopista construida durante la dictadura: algunas casas fueron derrumbadas sin posibilidad de negociación para los dueños que fueron reubicados. Hay paredes solas: se ven los azulejos de lo que alguna vez fue un baño, o se adivina el empapelado con dibujos de caballitos de una habitación para niños.

En el parque hay un rosedal que estuvo muerto durante años hasta que lo adoptó la comunidad coreana y ahora es sencillamente extraordinario, con flores rojas aterciopeladas, otras vivaces color rosado, también amarillas. Las mujeres coreanas atienden sus rosas con tijeras enormes y anteojos oscuros. El barrio coreano queda cerca de una villa que tiene mala fama pero ellos ni se mudan ni se quejan de los robos: no sé con certeza si les roban tanto o es mi imaginación prejuiciosa. Hasta pusieron una puerta simbólica como de Barrio Chino. A veces veo adolescentes que peregrinan hacia allá, con sus disfraces de cosplay, en busca de novedades del k-pop. Antes era imposible ir a comer a sus restaurantes porque el argentino le tiene terror a los sabores picantes y muchos comensales hicieron escándalos, entonces los coreanos cerraron sus puertas salvo para sus compatriotas. Eso cambió. Ahora entienden nuestro paladar flojo, ya saben qué ofrecer y cómo entrenar a los aventureros. Incluso sugieren, para los valientes, un kimchi casero que huele como el demonio y sabe como los dioses.

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