Pañuelos verdes
Las mujeres argentinas perdimos la votación en el Senado para legalizar la ley de aborto, no hubo manera de atravesar la cortina de hierro de la supuesta fe religiosa
La semana pasada, las mujeres argentinas perdimos la votación en el Senado para legalizar la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, o la ley de aborto, como creo que hay que llamarla porque ahora ya no hace falta corrección política ni los eufemismos. Algunas de mis amigas se ofuscan cuando digo "perdimos": me retrucan que hubo millones de mujeres en las calles, que las jóvenes están movilizadas y politizadas, que hubo un cambio radical en el feminismo, magro y casi académico hasta hace apenas cinco años y ahora masivo, conversación obligada y diaria en casi cualquier ámbito. Me hablan de las ancianas que salieron a la calle, de las chicas bailando hasta el amanecer frente al Congreso, del fin de un silencio atronador y aleccionador. Todo es cierto pero perdimos, insisto. No hubo manera de atravesar la cortina de hierro de la supuesta fe religiosa, la vida desde el momento de la concepción, la convicción de que a las mujeres no se nos permitirá decidir por orden divina, prejuicio o machismo. Pasé toda mi vida temiendo quedar embarazada: yo nunca quise tener hijos, no tengo ni tendré. Cada accidente, cada retraso fueron tensiones máximas, búsquedas desesperadas de dinero que no tenía y el miedo de tener que someterme a un procedimiento clandestino. Ahora es más sencillo porque la opción es con medicamentos, pero cuando yo tenía 17 años y era una chica salvaje solo me quedaba el consultorio sórdido de un médico caro y desconocido. No se lo voy a perdonar nunca de la misma manera que me parece imperdonable este paso atrás cuando se estuvo tan cerca. Uruguay lo intentó tres veces y ahora tiene ley. Restringe el uso para ciudadanos de otros países de lo contrario haríamos lo mismo que muchas mujeres irlandesas y españolas hicieron durante tantos años: tomar el ferry.
Alguna vez me gustaría escribir un cuento o un guion documental sobre esos ferrys de mujeres.
Salgo a la calle y me sorprendo. En el subte, delante de mí, dos adolescentes llevan un pañuelo verde, el símbolo de la campaña por el aborto legal, seguro y gratuito, atado a sus mochilas. Cuando salgo de la estación, veo pañuelos verdes en varios balcones, tendidos como durante el Mundial de Fútbol se extendía la bandera argentina. La moza del bar donde suelo desayunar cuando me sobra dinero lleva el pelo atado en una cola de caballo con el pañuelo verde. Está por todas partes, como una señal de cofradía. Uno de los días febriles en los que se debatió la ley, yo andaba con el pañuelo anudado en la muñeca. Una mujer grande, de peinado prolijo y saco colorado me dijo, en una esquina del centro: "Tan joven y ya asesina" con los ojos llenos de desprecio. Me reí, ¿qué se puede hacer? Le dije "gracias por lo de joven" porque se ve que o me sigo viendo juvenil a los 44 o ella andaba un poco desorientada en sus estimaciones. Después de verlo por todas partes y sin que la sensación de derrota se haya desvanecido un milímetro -no soy positiva, creo que es un estado de ánimo perverso-- decidí volver a atarlo a mi cartera. Es una especie de compañía y alivio a la soledad y a la desazón. Hoy hay sol, el sol del invierno en Buenos Aires es muy hermoso, el sin una sola nube, de un celeste tan profundo que es casi azul; parece una ciudad tranquila y elegante aunque sabemos que está tan, tan cerca del abismo.
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