Un mundo maravilloso
Los 50.000 vecinos de Venecia ven desfilar cada año a 25 millones de turistas por la plaza de San Marcos
El 8 de agosto de 1991 un carguero con 18.000 albaneses llegó al puerto de Bari. Viajaban como podían: subidos a los mástiles, colgados de las maromas, repartidos por la cubierta formando una alfombra humana... El Vlorahabía zarpado del puerto de Durres —a 35 kilómetros de Tirana— después de dejar en tierra parte de una carga de azúcar que traía de Cuba. Fue lo único que comieron algunos durante la travesía. Invadido por la gente, el barco se echó al mar camino de Brindisi, en la otra orilla del Adriático. Cuando estaba a punto de atracar, lo desviaron hacia el norte. Llegaron eufóricos y gritando “¡Italia, Italia!”. Algunos habían aprendido italiano viendo la RAI, una ventana a Occidente en el país más aislado del comunismo más aislante. Atracaron en el lugar que hoy ocupa la terminal de los ferris que vienen de Grecia. Algunos empleados del puerto de Bari todavía recuerdan aquellos días: el caos de las primeras horas, la falta de alimentos y agua, los intentos de huida y el traslado en autobuses urbanos al vecino Estadio de la Victoria, convertido en centro de detención durante cuatro días. 16.000 fueron repatriados. El resto consiguió escapar.
Convertida en un hito, fue una de las primeras crisis de refugiados de las últimas décadas. Dos películas la recuerdan: Lamérica, una ficción filmada tres años después por Gianni Amelio, y La nave dolce, un documental realizado en 2012 por Daniele Vicari. La primera ilustra el aterrizaje del capitalismo en una sociedad poscomunista y narra la historia de un Ulises moderno: el intento de volver a casa de un siciliano enviado a Albania como soldado durante la anexión mussoliniana del país vecino en 1939. La segunda relata los seis días de Bari y termina con un recordatorio: en 1991 vivían en Italia 230.000 extranjeros; veinte años después eran cuatro millones y medio. Anna Damiano, que dirige el departamento creado en 2010 por el Ayuntamiento de Bari para atender a los inmigrantes menores de edad, consulta las estadísticas y explica que los albaneses siguen llegando pero que la mayoría procede de Nigeria, Guinea, Costa de Marfil y Gambia. Cada año buscan alojamiento a medio millar de niños. En 2012, la mayor parte llegaba de Siria. Pese a la dureza del Gobierno central en materia de inmigración, Damiano no se plantea actuar de otra manera: “En Italia un menor ha de ser tutelado. Es una ley básica. Y Bari es un lugar de tránsito muy importante”.
Pasajeros, migrantes y turistas se cruzan en el Mediterráneo. Muchos lo hacen en ferri. Según un informe de la Unión Europea publicado en 2016, una media de 800.000 personas se mueve anualmente por el Viejo Mundo usando ese medio. El primer barco de este tipo está documentado en 1850: atravesaba regularmente el río Forth para llevar mercancías a Edimburgo. Se llamaba Leviatán, curioso nombre tratándose de una modalidad que los mitómanos remontan hasta la barca de Caronte. Aunque la aparición de las líneas aéreas baratas ha volcado el negocio en el transporte de camiones, el florecimiento de los ferris se debe al boom turístico de la posguerra.
La isla de los turistas
Ochocientos kilómetros al norte de Bari, Venecia se diría fundada por un turista. Sin embargo, es obra de un grupo de refugiados. En el siglo V, las incursiones de Atila llevaron a los habitantes del valle del río Po a refugiarse en las islas del Adriático. El resto es historia. Hoy viven 50.000 personas en una ciudad que recibe anualmente 25 millones de visitantes. Vista la cola para entrar en San Marcos, parece que todos han venido a la vez y que evitarlos resultará imposible. No es así. Desde la misma plaza, al otro lado de la laguna se ve San Giorgio Maggiore, lo más parecido a una isla desierta. Una travesía de cinco minutos te deja frente a la iglesia de Palladio. Dentro guardan, reconstruido, el ángel que coronaba el campanario. Un rayo lo fulminó durante la gran tempestad de 1994. “Se celebraba una boda. Mala señal para un matrimonio”, recuerda el hombre que repone las velas. Aquí todavía son de cera.
A la espalda de la iglesia, el Vaticano ha desplegado su proyecto para la Bienal de Arquitectura. Aunque la entrada es gratis, apenas 15 personas visitan las 10 capillas diseñadas por Eduardo Souto de Moura, Norman Foster o los españoles Ricardo Flores y Eva Prats. Aquí pasa la mañana Philippe Gamba, un francés de 61 años que dirige la mediateca de Mouans-Satoux, cerca de Niza. Si un marciano pidiera conocer a un europeo le presentarías a Gamba: su padre era un comunista italiano huido a Francia en los años del fascismo rampante; su madre, una armenia salvada del genocidio. Él venía a Venecia para el concierto de King Crimson “¡en la Fenice!” y se encontró con la bienal. Si le preguntas por Europa responde que es “una necesidad”: “Es Europa o la guerra. Los 60 fueron los años de la esperanza, en los 80 llegaron los negocios y ahora, la desesperación”. De vuelta a San Marcos nadie parece muy desesperado. En el Café Chioggia de la misma plaza, donde el expreso cuesta seis euros, un trío de músicos gobernado por un piano de cola blanco interpreta un clásico de Louis Armstrong What a Wonderful World. Fin del viaje.
CLAVES DE LA TRAVESÍA
Trayecto: San Marcos (Venecia)-San Giorgio Maggiore.
Duración: 6 minutos.
Precio: 5 euros.
Entrada al pabellón del Vaticano en la Bienal de Arquitectura: Gratuita.
Fecha de clausura de la Bienal: 25 de noviembre.
Lectura recomendada: Venecias, de Paul Morand.
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