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Tirios contra troyanos

Se habla mucho de los tipos de interés, la deuda y el FMI, pero no se habla de los fenicios La culpa tal vez la tenga Homero

El ferri 'Nikolao' sale del puerto de Corfú en dirección a Igoumenitsa.  JRM
El ferri 'Nikolao' sale del puerto de Corfú en dirección a Igoumenitsa. JRMJ. R. M.
Javier Rodríguez Marcos

La cubierta del Nikolao,el último ferri de la tarde entre Corfú e Igoumenitsa, se llena pronto de fumadores y pasajeros con perro. Los perros no pagan, siempre que estén vivos y vayan de la correa. Otra cosa es que estuvieran muertos. No es necrofilia, esa palabra tan griega, es solo la conclusión que se saca de uno de los muchos carteles informativos del barco: las instrucciones para tirar basuras desde embarcaciones y plataformas. Entre la comida —permitida en todos los casos a más de tres millas de la costa— y el aceite usado para cocinarla —terminantemente prohibido— están los cadáveres de animales. Con excepción de ciertas zonas del Ártico, se pueden arrojar al mar siempre que el buque se encuentre a cien millas de tierra firme y el fiambre haya sido “troceado” o debidamente manipulado para asegurar que se hunda al instante.

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Turistas y feacios

El azul del mar combina con todo. La prueba es que Igoumenitsa sería una de las ciudades más feas del mundo —la anti-Corfú— si no tuviera tres kilómetros con vistas al Jónico, en la puerta del Adriático. Más que una ciudad, es una terminal con tres calles, un museo arqueológico y un estupendo restaurante de pescado: Thalasografía. Es el extremo griego de una autopista que viene de Turquía pasando por Macedonia y Albania y siguiendo el trazado de la antigua Vía Egnatia romana. Una vez en Igoumenitsa no queda otra que tirarse al agua. Es lo que hacen, subidos a un barco, dos millones y medio de viajeros al año. Que la ciudad tenga 20.000 habitantes da una idea de la importancia del puerto, el segundo de Grecia tras el Pireo.

Vestida con el uniforme de la compañía Intercruises y liando un cigarrillo tras otro, Hellenis, de 29 años, viaja una vez al mes al continente para ayudar con un crucero que hace escala camino de Venecia. Su madre es holandesa; su padre, griego. Ella nació en Corfú y desde niña quiso dedicarse al turismo: “Si no, hubiera tenido que emigrar. ¿Qué hay muchos turistas? En julio y agosto. Hay islas que viven de esos dos meses. Grecia es barata en comparación con Italia o España”. Nunca ha estado en España, pero conoce el negocio. “La cuota turística que pagas en los hoteles no existía antes, pero nadie va a dejar de venir por ahorrarse tres euros. ¿A quién le decimos que no venga? Antes solo viajaban los ricos”.

CLAVES DE LA TRAVESÍA

Trayecto: Cofú-Igomunenitsa.

Distancia: 32 kilómetros.

Duración: 90 minutos.

Barco: ‘Nikolao’.

Eslora: 104 metros.

Precio: 11 euros.

Lectura recomendada: ‘El gran mar’, de David Abulafia.

Emigrantes aparte, antes solo viajaban los ricos y los fenicios, que tienen tan mala prensa como los turistas. Se habla mucho de los tipos de interés, la deuda soberana y el FMI, pero no se habla de los fenicios. Ni siquiera los neoliberales se acuerdan de ellos. La culpa tal vez la tenga Homero, que en la Odisea despotrica contra ellos. Es posible que la guerra de Troya tuviera menos que ver con el rapto de Helena que con el control del tráfico hacia el Mar Negro, pero la propaganda homérica la convirtió en una campaña en la que los mirmidones, de tan virtuosos, parecen cascos azules de la ONU. Eso sí, a ojos de los dioses resulta imperdonable abrir un Todo a cien en Túnez. Aunque sea un Todo a cien del siglo VIII a. C. Con la excepción del poema de Kavafis dedicado a Ítaca, los tirios siempre han tenido peor reputación que los troyanos.

Pese a todo, los comerciantes llegan siempre más lejos que los soldados. David Abulafia, catedrático de historia del Mediterráneo en Cambridge, cuenta en El gran mar —el título viene del nombre judío del Mare nostrum— cómo los marinos de la ciudad libanesa de Tiro se aventuraron hasta el fin de la tierra: Gibraltar. Los griegos los llamaban phoinikes (fenicios). Por el camino fundaron colonias a las que bautizaron con el mismo nombre: Quart Hadasht, ciudad nueva (Cartago, Cartagena). No siempre usaban monedas pero inventaron un alfabeto que hizo posible que la escritura y la lectura no fueran solo cosa de sacerdotes. El nuestro procede del suyo. Según Abulafia, el menosprecio que sufren tiene que ver también con la falta de originalidad de su arte, que repite modelos asirios y egipcios. La razón, cuenta el historiador, es simple: la oferta y la demanda. Los fenicios producían lo que quería el público, lo que estaba de moda. Hoy hacen lo mismo en China y nadie acusaría a los antiguos chinos de poco originales.

La originalidad es enemiga del turismo masivo: en todas las ciudades de Grecia hay un bar que se llama El Greco. En Igoumenitsa el viejo cámping Miramare —el italiano menudea en las calles— es hoy el hotel Angelika Pallas. Que conoció tiempos más exclusivos lo demuestra la decoración posmoderna y un libro de visitas con tapas de madera que conserva una página escrita en castellano en 2004. Hoy ya parece apócrifa. Dice: “En agradecimiento por el amabilísimo recibimiento en este bonito hotel con vista tan maravillosa. María Teresa de Borbón, Princesa de Parma”.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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