Turistas y feacios
El barco que lleva hoy a Corfú es más pequeño que el yate que usaba el káiser para llegar a la villa de Sissi. Pese a la invasión veraniega, la belleza de la isla parece indestructible
A diez kilómetros al sur de Corfú, sobre un promontorio con vistas al mar Jónico, la emperatriz Sissi mandó construir en 1889 el Aquileón, una villa pompeyana consagrada al gran héroe de Troya. Todo allí es excesivo: el número de bustos de filósofos y poetas, las efigies de todas las musas, la altura de la estatua de Aquiles en el jardín, el bosque que desemboca en una pasarela de mármol directa a la playa… Todo es impresionante y, sin embargo, lo que más impresiona es que la botella de agua cueste 50 céntimos, casi un precio político en un lugar aislado en el que hasta los guijarros parecen piedras preciosas. La audioguía, todo un canto a la “naturaleza bondadosa” de la emperatriz y a su amor por Grecia, termina el recorrido con unos versos de Yorgos Seferis que subrayan la importancia de una casa así “ahora que el mundo se ha convertido en un inmenso hotel”. En Atenas, parece, ya rinden culto a la diosa Gentrificación.
Después de que, a los nueve años de levantarse el palacio, Sisí fuera asesinada por un anarquista, el Aquileón pasó a manos del káiser Guillermo II. En una de las salas se exhibe la maqueta del yate imperial, el Hohenzollern, que también impresiona porque medía de eslora 116 metros, 12 más que el Ano Xora II, el ferri que lleva de Igoumenitsa a Corfú. Entre las dos de la mañana y las once y media de la noche hay 15 barcos entre el continente y la isla. Circulan todos los días, pero los miércoles se reserva la última hora para el transporte de mercancías peligrosas. Ese turno no admite pasajeros. Subirse a uno de ellos es tan fácil como tomar un autobús en la Castellana. El pasaje se divide en dos: los turistas ocupan la cubierta; los locales ven la televisión en los salones climatizados. En una esquina, ajeno a los informativos que hablan del incendio en el Ática, duerme Vassilis, que lleva una maleta y un violoncello. Cuando despierta cuenta que viene de Parma, de un curso de interpretación. Estudia en Corfú el último año de carrera. Tiene 24 años En Grecia, explica, solo hay tres conservatorios superiores de música: Atenas, Tesalónica y Corfú. “En esta isla hay mucha tradición de bandas”, añade. “Como en el mediterráneo español”. Conoce bien Castellón: allí tuvo una beca Erasmus. Le cuesta retomar el castellano aunque tiene, como todos los griegos que lo hablan, una pronunciación impecable: “La música se inventó antes que las palabras, ¿no? Y es la menos sedentaria de todas las artes. Seguro que la inventaron los nómadas”.
Lo que también inventaron, acaso sin pretenderlo, fue el turismo. La atracción romántica de la lucha de Grecia por su independencia del imperio otomano –lord Byron murió por ella- sumada a las posibilidades de un nuevo invento –el ferrocarril- y a los continuos descubrimientos arqueológicos –Troya, Micenas- extendió hacia el Este europeo el grand tour que desde el siglo XVII tenía como objetivo preferente Italia: un Erasmus antes del Erasmus. Hoy en el puerto de Kérkira –nombre griego de la ciudad de Corfú- ya se anuncian viajes a Sarande, en Albania, a media hora escasa a bordo de un barco llamado Delfín volador.
Claves de la travesía
Recorrido: Igoumenitsa – Corfú.
Distancia: 32 kilómetros.
Duración: 90 minutos.
Barco: Ano Xora II
Eslora: 104 metros
Precio del billete: 11 euros
Lectura recomendada: La celda de Próspero. Recuerdos de la isla de Corfú, de Lawrence Durrell.
El barrio antiguo de Corfú es ahora un dédalo de calles poblado de restaurantes y tiendas de souvenirs. Con todo, la ciudad es una maravilla tal que parece contrarrestarlo todo. Para quedarse solo basta doblar la esquina adecuada o entrar en la Academia Jónica, que este año conmemora con una exposición el bicentenario de la orden de San Miguel y San Jorge, creada meses después de que el protectorado británico se bautizara con un eufemismo novelesco: Estados Unidos de las Islas Jónicas. A las puertas de la fortaleza veneciana, el bajorrelieve que recuerda a Lawrence Durrell recoge una cita de La celda de Próspero, el melancólico libro que el autor del Cuarteto de Alejandría dedicó a su vida en la ciudad cuando no podía siquiera imaginar que un día los nazis instalarían su cuartel general en el Aquileón: “Otros países tal vez te permiten descubrir sus costumbres, sus tradiciones, su paisaje; Grecia te ofrece algo más duro: el descubrimiento de ti mismo”. A unos metros, en un monumento gemelo, Gerald vigila las efusiones grandilocuentes de su hermano. Resignado, eso sí, a que alguien eligiera para él un eslogan de folleto turístico: “Corfú, jardín de los dioses”.
De los dioses y de los mitos, porque Corfú es, dice la tradición, la tierra de los feacios a la que llega Ulises tras huir de Calipso. Encontrado desnudo en la playa por la amable Nausícaa, el rey de Ítaca le cuenta a Alcínoo, padre de la princesa, su peripecia hasta ese momento: la partida de Troya, la burla a Polifemo con un nombre falso (Nadie), el episodio de las sirenas… Es uno de los flash backs más célebres de la historia de la literatura. Pese a la fijación helénica, la falta de precisión de la Odisea ha llevado a algunos estudiosos a defender que el periplo de Ulises pudo llevarle hasta el Atlántico. Las palabras de Nausícaa presentando a su pueblo como el más lejano hacen pensar, no en Corfú, sino en Gibraltar. En un tiempo remoto el Mediterráneo estuvo cerrado por completo. Hace entre cinco y doce millones de años –el redondeo geológico también es homérico-, la evaporación llegó a tal punto que su cuenca se convirtió en un desierto. Cuando el océano consiguió abrirse camino tardó dos años en inundarlo. Ulises tardó 10 en regresar a casa.
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