Playa de Genoveses
El turista enamorado duerme con el balcón y el teléfono móvil abiertos por si alguien o algo llega o le llama
El turista enamorado duerme con el balcón y el teléfono móvil abiertos por si alguien o algo llega o le llama. Se despierta al amanecer, cuando quien le alcanza es la luz. Nadie le ha escrito un guasap. Solo el cielo se ha acordado de él y le ha mandado la luz. Ha soñado con ballenas y con elefantes y con ángeles y con su padre y madre y con águilas. Las secas tierras de Almería mezclan mediterráneo y misticismo. Contempla tanta belleza el turista enamorado que se dice a sí mismo en una ilusión teatral “pronto moriré”. Reacciona: “pero hoy no”. Hoy toca bañarse en la playa de Genoveses. Alegría. Desde el pueblo de San José a Genoveses hay 20 minutos andando. Son las 7 de la mañana. Puede hacerlo, aun el sol no castiga.
Llega a la playa de Genoveses y como es muy pronto todavía no hay nadie. Así que decide bañarse desnudo. Piensa vagamente en las medusas. Está tan desnudo que evoca su nacimiento. Así me trajo mi madre al mundo, recuerda el turista enamorado mientras nada. Ya soy el turista desnudo. Hay más enamoramiento en estar desnudo que en estar enamorado.
La desnudez le ha hecho recordar a su madre, y se han presentado delante de sus ojos los veranos de los años setenta. La gente entonces veraneaba tres meses, ahora como mucho dos semanas, si no una sola. Excepto yo, que estoy siempre de vacaciones porque he renunciado a ocupar un puesto en este mundo. Me estoy gastando todos mis ahorros en este verano y cuando el verano termine a lo mejor también termino yo.
Se ha tirado dos horas en el agua y Genoveses se ha llenado. Ahora sale del mar avergonzado. Todo el mundo lleva puesto su traje de baño. Por culpa de su miopía no ve su toalla ni su bañador. Está desnudo, con sus miserias al sol. Igual piensan que es un exhibicionista, cuando solo es un turista descarriado. Parece que no le miran. Se topa con seis octogenarias que están comiendo un melón lleno de pepitas que se escurren por los pechos de las ancianas vestidas, y él está tan desnudo como un melón sin pepitas. ¿Dónde está mi toalla? No la encuentra. Pisa sin querer el castillo de arena que están construyendo unos niños. Mamá, mamá, un hombre feo que va en pelotas nos ha roto el castillo, gritan los niños señalándole con el dedo. Eleva una súplica al sol el turista ofendido: oh, sol, protégeme de los seres humanos. Baja la mirada y se encuentra al perro de ayer, quien le ladra y le sugiere que le siga. El perro le conduce hasta su toalla y su bañador. Rápidamente se tapa sus vergüenzas. Se quedan mirando: el turista solitario y el perro abandonado. Gracias por salvar mi dignidad, le dice el turista al perro. Se sientan los dos a ver las olas. De vez en cuando el perro se queda ensimismado con el bañador del turista vestido. Está adornado de colores, y con motivos marineros: anclas, veleros, surfistas. ¿Te gusta mi bañador? Es vintage, dice el turista. Qué bien estamos aquí los dos, parecemos un matrimonio, una familia. Parecemos dos amigos de toda la vida, te tendré que poner nombre. Si sigue esta amistad, mañana te bautizo.
Babelia
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