Resucitar mejor
Kiss y Prophets of Rage protagonizan la última jornada del Resurrection Fest en Viveiro
Es el último día de festival y los rostros empiezan a mostrar los rigores del rock n’ roll. Las gafas de sol cumplen su doble función de servir y proteger, como las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, mientras el café alcanza estatus de poción mágica. A simple vista hay mucha más gente a las puertas del recinto, lo que solo puede significar que los grandes nombres del cartel se han citado sobre la lona para dirimir el eterno duelo entre la vieja guardia y el nuevo orden.
Hasta hoy no me había fijado en la cantidad de pequeños metaleros que proliferan por las instalaciones de Celeiro. Los ResuKids sacan cuernos, cabecean e incluso se atreven con algún death growl (la voz propia del death metal). Son tan tiernos que dan ganas de comérselos a todos pero, en contra de la creencia popular, los heavys no se comen a nadie. “Sí, se puede”, parecen decir sus orgullosos padres a todos los que temen que la llegada de un bebé pueda apartarlos de la senda del metal. También llama la atención que ni el Resurrection Fest haya resistido el envite de las modas inspiradas en Coachella. Los brillantes autoadhesivos y el lino van ganando terreno a la pintura facial y el cuero, componiendo una fusión que no carece de un cierto poder hipnótico.
Frank Carter and the Rattlesanakes es nuestra elección para calentar motores a la espera del duelo principal. El antiguo solista de Gallows tiene algo de Rodion Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, así que uno no puede evitar sentir cierta compasión ante sus complicados dilemas morales. Sin apenas percatarnos, un ruido de sirenas antiaéreas nos advierte de que Tom Morello y el resto de los Prophets of Rage están a punto para la descarga de ritmos sobre el escenario principal. El público se agita enardecido, y el festival se convierte en una ola gigante que amenaza con estrellarnos a todos contra el rompeolas del puerto de Viveiro. Un par de aguafiestas silban a mi espalda y reclaman el regreso de Zack de la Rocha pero enseguida son silenciados por los primeros acordes de Fight the Power, el gran clásico de los Public Enemy. Su actuación termina con Killing in the Name, el centro de la tierra parece haberse desplazado bajo nuestros pies, y las miradas radiantes de unos y otros me recuerdan cuán cerca se encuentran los grandes clásicos del rock del sexo primerizo.
Con un gol en contra llega el momento de los Kiss, que retrasan lo suficiente su aparición como para incrementar nuestras expectativas pero sin perder la fe. Se trata del viejo truco de la novia llegando tarde al altar pero sigue funcionando. En las pantallas reconozco al muchacho que se dejaba pintar la cara en una terraza del puerto. Pese a mis reticencias iniciales, sus amigos han hecho un buen trabajo y las lágrimas brotan de unos ojos pequeños y enrojecidos que no dejan de mirarse en el espejo de su gran ídolo: Paul Stanley. El guitarra de Queens, en cambio, parece una vieja peluquera de cualquier aldea gallega, siempre generosa con las cantidades de laca. En realidad, es como ver a tus padres o abuelos llevando la vida que siempre soñaste para ellos y eso provoca una sensación a medio camino entre el orgullo, la envidia y la admiración. Tampoco escasean los típicos exabruptos en castellano, la pólvora, los clásicos más elementales y la lengua reptiliana de Gene Simmons obligándonos a revisar nuestros apuntes de biología.
Con empate en el gran duelo —una mera cuestión de respeto a las canas— toda va adquiriendo tintes de despedida. El cansancio acumulado durante cuatro días parece desaparecer por arte de magia así que, tras apagarse el último foco, nos miramos unos a otros con cierta incredulidad, como si nos hubiesen hurtado la vida eterna. La negra fantasía termina, diferentes generaciones se funden en un abrazo fraternal y yo no dejo de pensar en lo que una vez escribió un buen amigo mío sobre el festival de Viveiro: “Toca morir otra vez para resucitar mejor”. Descansemos, pues, en paz.
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