¿Más guerras, más prósperos?
Juan Carlos Losada, experto en historia militar, aborda en su último libro la relación de estímulo entre la guerra y el progreso general de las civilizaciones
El mundo avanza que es una barbaridad. Cada día nos sorprenden con un nuevo descubrimiento que puede hacer más cómoda la vida diaria y parece increíble lo logrado pero, ¿cuáles han sido los vectores de ese progreso? De hecho, es tan rápido que el título del libro de que trata este artículo, De la honda a los drones. La guerra como motor de la historia (Pasado&Presente), que Juan Carlos Losada publicó el verano anterior, ya se ha quedado algo anticuado. Los drones ya no son el último gran hito de la tecnología militar. El pasado abril, la ONU convocaba un encuentro internacional para tomar una decisión sobre los Sistemas de Armas Autónomos Letales. Conocidos como los robots asesinos, máquinas que sustituirían a los soldados de los ejércitos, podrían tener capacidad para decidir sobre la vida y la muerte al entrar en el campo de batalla y carecerían de miedo o ira, pero también de compasión. Con estos datos, los cinéfilos no podrán evitar pensar en Terminator. Los soldados sin alma aún no existen, pero la tecnología para fabricarlos sí. Pensando en el ámbito civil, ¿habría llegado la robótica al prometedor futuro que se le avecina sin la investigación en el campo militar?
Juan Carlos Losada, discípulo de Gabriel Cardona y cualificado experto en historia militar, en su empeño por hacer que este campo de estudio tenga el lugar que le corresponde en la historiografía española, ha escrito ya una decena de libros, el último de ellos, el mencionado arriba. Con un planteamiento divulgativo, no exento de rigor, Losada aborda la guerra a lo largo de la historia y bucea en los innumerables ejemplos que muestran una relación de estímulo entre la lucha violenta organizada entre los hombres y el progreso general de las civilizaciones. El peor mal de la humanidad que le acompaña desde su origen, la peor lacra de la historia, nos habría traído un innumerable conjunto de avances tecnológicos que han ido facilitando la vida humana desde la Prehistoria y nos ha situado ante un futuro lleno de posibilidades de evolución.
En uno de sus aforismos, el filósofo presocrático Heráclito afirmaba que “la guerra es el padre de todo”, y la terrible paradoja que nos plantea Losada es que lo llegaría a ser hasta de nuestro bienestar. De la honda a los drones no sigue la senda realista actual de Antony Beevor o Max Hastings, historiadores militares best sellers que valoran las experiencias de los protagonistas anónimos en el torbellino trágico de las guerras del siglo pasado. Aquí se deja a un lado los avatares de los grandes generales como Alejandro Magno o Napoleón. No importa buscar las raíces de la violencia que anida en el hombre o el pensamiento militar que desarrollaron Carl von Clausewitz o Sun Tzu, el filósofo y estratega chino del siglo IV a. C. que afirmó que “someter al enemigo sin lucha es el colmo de la destreza”. Este libro no pretende que encajen los conceptos de guerra y progreso pero, según Losada, la guerra y los ejércitos juegan un papel clave “de engranaje en esa gran máquina que es la Historia. Junto a otros mecanismos como la economía, la lucha de clases, la ideología, los sentimientos, la religión… interrelacionados todos entre sí, contribuyen a impulsar el devenir de la Humanidad, no sabemos si hacia la mejora de la especie humana o hacia su autodestrucción.”
Heráclito afirmaba que “la guerra es el padre de todo”, y la terrible paradoja que nos plantea Losada es que lo llegaría a ser hasta de nuestro bienestar
Según el autor, una de los primeros ejemplos de que el desprecio por las nuevas tecnologías se pagaba caro lo ofrecieron los egipcios del Imperio Medio. Ellos desecharon el uso de la rueda y de los carros de transporte, y por tanto los de guerra, mientras dedicaban sus principales esfuerzos a la navegación fluvial por el Nilo. Tampoco prestaron atención a la metalurgia del bronce que ya se había extendido por las ciudades mesopotámicas. El desierto no sería lo suficientemente grande para detener el avance de los hicsos con sus rápidos carros y sus arcos compuestos en 1645 a. C, que acabaron dominando la tierra de los faraones.
Esas mismas ciudades de Oriente Próximo se habían dotado de fuertes murallas que, aprovechando las defensas naturales, las hacían casi inexpugnables, hasta que llegaron los ingenieros asirios con sus máquinas de asedio y sus zapadores profesionales. Su tarea, unida a una caballería invencible y el uso ilimitado del terror como esencia de su política, les daría la hegemonía hasta el siglo VII a. C. Con los asirios, la carpintería, la metalurgia y las técnicas constructivas encontraron en la guerra el acicate necesario para evolucionar con rapidez.
Arquímedes y el pánico de los sitiadores romanos
Pero si buscamos nombres propios, el matemático Arquímedes personifica como nadie en el mundo antiguo esta implicación de la ciencia en la guerra, cuando Siracusa era aliada de Cartago en la Segunda Guerra Púnica. Los romanos, que sitiaban la ciudad y conocían su fama, sentían auténtico pánico cuando algún artilugio extraño asomaba por encima de las murallas. Diversos tipos de catapultas que mantenían alejados a los asaltantes; el garfio de hierro (manus ferrea) que caía sobre los barcos que se acercaban demasiado al puerto o los famosos espejos metálicos de forma parabólica que incendiaron las naves romanas, ayudaron en la resistencia de Siracusa a la que solo el hambre y los sobornos pudieron vencer.
De la honda a los drones no se desarrolla como una mera recopilación cronológica de avances técnicos militares. La concepción de la guerra según las circunstancias geográficas o políticas y el variable interés por innovar la maquinaria militar son expuestos con acierto como en el caso de las poleis de la Grecia clásica. La disciplina y el espíritu cívico que se inculcó a los soldados ciudadanos (hoplitas) que formaban las falanges griegas, les hizo invencibles a la hora de repeler a los invasores, aunque fue en las luchas fratricidas donde sacrificaron su potencia. La fidelidad a la comunidad, la preparación física, la camaradería y el sentido del deber inspiraban a esos infantes, sabedores de que defendían unos derechos de ciudadanía y unas libertades políticas. Llenaban formaciones cerradas de escudos y lanzas, que lograron la mayor eficacia con el sistema educativo espartano (agoge) y culminan, con su punto poético, en el Batallón Sagrado de Epaminondas, el general tebano que creó una unidad de élite de 150 parejas homosexuales unidas por lazos amatorios y un juramento de permanecer hasta la muerte al lado de su compañero.
Eric Hobsbawm afirmó que la guerra pudo ser una condición necesaria para que la economía se desarrollase como lo hizo en Reino Unido en el siglo XIX
Otro aspecto interesante, que ofrece anécdotas curiosas, y que se dio en diferentes momentos es el rechazo a nuevas armas que podían acabar con los usos y costumbres de guerrear. Es el caso de los códigos de valores de la aristocracia medieval que despreciaban todo lo que no fuese un heroico combate cuerpo a cuerpo. No era imaginable que un siervo pudiese matar a un caballero disparando una ballesta a distancia. Este arma, inventada por los chinos hace más de dos milenios, alcanzó gran perfección en los siglos XII y XIII y las presiones de los señores feudales lograron que papas como Inocencio III en 1215 redactasen edictos que prohibían su uso, junto a arcos y hondas, bajo pena de excomunión. De alguna manera, como recuerda el autor, esos edictos podrían ser una primitiva versión de los acuerdos de limitación de armamentos actuales, defensores de unos códigos caballerescos que no fueron abandonados hasta el mismo siglo pasado. Es el caso de los excéntricos y valientes pilotos de aviación de la I Guerra Mundial. En los primeros compases no portaban ametralladoras y se limitaban a saludarse en sus encuentros aéreos, cumplidores de un código de honor que recordaba a las actitudes de esos caballeros medievales y les impedía aprovecharse de las desventajas del enemigo.
La guerra, en la base de la Revolución Industrial
Algunos historiadores han polemizado sobre los efectos de la guerra en el desarrollo económico. En el caso de las guerras napoleónicas, para algunos fue un factor muy negativo, pero para otros, como Eric Hobsbawm en Industria e Imperio (Ariel), pudo ser una condición necesaria para que la Revolución Industrial se desarrollase como lo hizo en Reino Unido en el siglo XIX. Aparecerán las fábricas de armamento con una clara división del trabajo y altos niveles de estandarización, beneficiadas por un meteórico avance técnico, que arrinconan a la fabricación artesanal. Uno de los personajes que representan esa nueva era industrial del armamento fue Hiram Maxim, rival de Edison en el diseño de sistemas eléctricos e inventor de la primera ametralladora verdaderamente automática en 1894, capaz de disparar unas 450/600 balas por minuto. Ante la opción de dedicar su talento a fines más pacíficos, Maxim declaró que un norteamericano le aconsejó olvidarse “de la química y de la electricidad si quería ganar un montón de dinero, que inventase algo que permitiera a los europeos matarse con más facilidad”.
Maxim montó su propio taller en Londres para fabricar sus ametralladoras pero, tras la II Guerra Mundial, muchos científicos no necesitaron hacer propaganda de sus hallazgos para construir las armas más letales. Las superpotencias iban a la caza de los más reputados investigadores, aunque hubiesen estado vinculados al régimen nazi. Estados Unidos y la URSS dispararon su gasto militar en una carrera armamentista, ávida por conseguir más y más fábricas y personal con la formación necesaria para hacerse con un arsenal de armas nucleares. Una carrera que estableció la destrucción mutua asegurada como única y terrible garantía de la paz. El militarismo le echó un pulso a la democracia y la estrecha colaboración entre gobiernos, fuerzas armadas y corporaciones industriales privadas forjó en EE UU lo que Eisenhower denominó el “complejo militar-industrial”, peligrosamente belicista, contra el que Bob Dylan arremetía en su clásico Masters of war. El progreso, entendido en su más negra faceta, llevó de la mano a la humanidad al borde del precipicio. Según Juan Carlos Losada, hemos salvado con éxito el obstáculo de la Guerra Fría, pero la proliferación nuclear sigue siendo un problema a resolver, que Albert Einstein dibujó con muy oscuros trazos: “No sé con qué armas pelearán en la Tercera Guerra Mundial, pero en la Cuarta usarán palos y piedras”.
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