Britten sin Britten
El festival que crearon el compositor inglés y Peter Pears se mantiene fiel a todos los valores que quisieron inculcarle sus fundadores
Hay ausencias casi más tangibles que las presencias. Es algo que suele percibirse año tras año en el Festival de Aldeburgh, pero especialmente en esta edición, en la que apenas se ha programado música de Britten, lo que no es óbice para que su espíritu esté sintiéndose con la misma fuerza de siempre. El compositor inglés y su pareja, el tenor Peter Pears, fundaron este festival en 1948, en plena depresión posbélica, para, huyendo de oficialidades, reglas e imposiciones, poder hacer durante unos días la música que quisieran y con los intérpretes que ellos eligieran, ofreciéndosela sin alharacas a sus vecinos, primero en el modestísimo Jubilee Hall y, a partir de 1967, en Snape Maltings, un antiguo edificio victoriano para maltear cebada que su intuición artística convirtió en una de las mejores salas de concierto del mundo, por dentro (gracias a su formidable acústica) y por fuera (debido a la belleza excepcional del paisaje que la rodea).
Britten no fue solo un compositor genial, sino también un intérprete extraordinario que logró atraer hasta la minúscula Aldeburgh (que carece incluso de estación de tren) a muchos de sus mejores colegas, llamáranse Dietrich Fischer-Dieskau, Sviatoslav Richter, Yehudi Menuhin, Mstislav Rostropóvich, Janet Baker o Murray Perahia. Quien no estuvo nunca aquí fue el legendario acompañante de cantantes Gerald Moore porque, como él mismo escribió en sus memorias, “el genio que está allí al frente es el mejor acompañante del mundo”. Y el Festival de Aldeburgh, cuyos visitantes eluden toda formalidad en el vestuario, no es sinónimo únicamente de conciertos, sino también de creatividad, de encargo y estreno de nuevas composiciones, de formación de las nuevas generaciones (a través del Programa Britten-Pears para Artistas Jóvenes, muy activo durante todo el año), de fomento de otras disciplinas artísticas. Pocas veces se han empleado mejor las muy sustanciales sumas de dinero que pueden llegar a proporcionar los derechos de autor de un compositor de éxito. Las que genera la interpretación de las obras de Britten se reinvierten, libra a libra, año tras año, en actividades formativas, creativas, académicas e interpretativas: una rareza.
Por eso no puede extrañar que, en una edición en la que se ha programado con cuentagotas la música de Britten, siga sintiéndose con fuerza su presencia. Él habría disfrutado, sin duda, con esta polifacética evocación de los tres años que pasó en Estados Unidos (1939-1942), elemento aglutinador de esta edición y tema de la exposición y las charlas que se imparten a diario en The Red House, o de la fascinante conferencia que impartió Sarah Churchwell (la autora del reciente e imprescindible Behold America. A History of America First and the American Dream) el pasado martes en el cine de Aldeburgh sobre el llamado Americanism, una ideología de tintes cuasifascistas que Donald Trump ha puesto tristemente de moda. Han sonado obras infrecuentes de Britten, todas fechadas en 1940, como la Sinfonia da Requiem, las Diversions (una pieza pianística concertante para la mano izquierda, destinada, por supuesto a Paul Wittgenstein, el hermano del filósofo, que perdió el brazo derecho en la Primera Guerra Mundial) o una nueva orquestación de los Siete Sonetos de Miguel Ángel realizada por su antaño ayudante Colin Matthews. Y es una lástima que no se haya aprovechado la ocasión para rescatar Paul Bunyan, otra rareza en los teatros de ópera y que podría haber tenido aquí estos días, en este contexto tan americanizado, una recuperación que propiciara por fin su cambio de sino.
Ha habido grandes conciertos en esta segunda semana de festival, como el recital de Tamara Stefanovich, con un programa inteligentísimo que contraponía cuatro ciclos de variaciones más o menos canónicas (de Bach, Bartók, Copland y Messiaen) a la infrecuentísima Sonata núm. 1 de Charles Ives, complemento perfecto de la Sonata “Concord" que interpretaría milagrosamente Pierre-Laurent Aimard dos días después. O dos grandes veladas cuartetísticas: la primera, más convencional, protagonizada por el Cuarteto Belcea, un favorito del público de Aldeburgh que tocó admirablemente obras de Mozart, Dvořak y Janáček (el Cuarteto “Sonata a Kreutzer”, en una versión idiomática y veraz, en las antípodas de la vacía y efectista que pudo oírse hace unas semanas en Madrid al Cuarteto de Jerusalén) y un intensísimo Adagio de Samuel Barber fuera de programa. El de la segunda fue muy diferente y contó con unos intérpretes excepcionales: el pianista francés Cédric Tiberghien (que había tocado el martes las Sonatas e interludios completos para piano preparado de John Cage) abrió el fuego con una gran versión, coronada por un final antológico, de la Fantasía op. 17 de Schumann, que sonó saludablemente auténtica en un piano de Johann Baptist Streicher fechado en 1847, ideal, por tanto, para esta música. Luego el Cuarteto Chiaroscuro, que utiliza cuerdas de tripa, ofreció un excelente Cuarteto op. 12 de Mendelssohn, planteado como un juego de equilibrios clásico-románticos riquísimo en contrastes, y uno y otro cerraron el concierto con una versión vital y transparente del Quinteto op. 44 de Schumann, de nuevo con otro final arrebatado y difícil de olvidar (a partir del segundo fugato) y con las secciones contrastantes del segundo movimiento (las que utilizó Ingmar Bergman en la banda sonora de Fanny y Alexander) entendidas como si nacieran de un sueño, que es justamente lo que pide la partitura.
Antes, el pasado sábado, la primer violín del Chiaroscuro, Alina Ibragimova, y el propio Tiberghien, pareja artística habitual desde hace años, habían tocado un recital modélico, contraponiendo el clasicismo de Mozart y Beethoven a la vanguardia (estadounidense, por supuesto) representada por John Cage y George Crumb. Fue en la iglesia de Aldeburgh, donde Michael Barenboim (¡cuánto debe de pesar ese apellido sobre un escenario!) decepcionó dos días después en Bach, suscitó indiferencia en dos obras muy poco interesantes de Michael Hersch y Johannes Boris Borowski, y se mostró por fin mucho más acorde con la clase que ha demostrado en otras ocasiones en la Sonata para violín solo de Béla Bartók, la obra americana de un europeo exiliado y al borde de la muerte que logró mantener su dignidad hasta el final.
Comisarias musicales
La presente edición del Festival de Aldeburgh no ha contado con artistas residentes, sino con lo que su director, Roger Wright, llama comisarios, a la manera de los responsables artísticos de las exposiciones museísticas. Este año las elegidas han sido dos mujeres, la flautista Claire Chase y la violinista Patricia Kopatchinskaja, que han diseñado todos los programas o "proyectos" en los que han intervenido o, en el caso de la moldava, van aún a intervenir en estos últimos días del festival: el viernes está anunciado su Bye-Bye Beethoven, de nuevo con la Orquesta de Cámara Mahler. El año que viene ejercerán este cometido dos cantantes (el tenor Mark Padmore y la soprano Barbara Hannigan) y un compositor y pianista (Thomas Larcher). Se anuncia también la interpretación de todos los ciclos de canciones de Benjamin Britten, lo que es sinónimo de excelencia poética y augurio de emociones intensas.
Y, para concluir esta crónica apresurada, los dos mejores conciertos de estos últimos días. El lunes, Morton Feldman, tras la descomunal y liberadora For Philip Guston del fin de semana, volvió a dar muestras de su talento en Aldeburgh, con los apenas tres minutos del tema de Mary Ann, su única música cinematográfica, destinada a la película Something Wild, de Jack Garfein, cuya banda sonora compondría finalmente Aaron Copland. Pero la miniatura de Feldman, genialmente instrumentada, debería formar parte del repertorio canónico de las orquestas de cámara. Siguió la música para acompañar el recitado de las Chansons de Bilitis, de Claude Debussy, y el estreno británico de Three Songs from The Holy Forest, de Harrison Birtwistle, con Claire Booth como magnífica recitadora y cantante. En la segunda parte, la extraordinaria Frames, para piano a cuatro manos, de Vassos Nicolaou, y cinco de las diez piezas (de Malipiero, Bartók, Goossens, Stravinsky y Dukas) que, a modo de homenaje, escribieron otros tantos compositores tras la muerte de Claude Debussy en 1918 y que fueron publicadas en La Révue musicale.
Y, siendo toda esta secuencia inmensamente atractiva, lo mejor llegó al final: el estreno de una nueva obra del propio Birtwistle, el legendario creador de Punch and Judy, Gawain o The Minotaur, titulada reveladoramente Keyboard Engine, para dos pianos, y que demuestra que la enérgica inventiva de este joven que está a punto de cumplir 84 años se mantiene tan feraz e irresistible como siempre. Su composición, densa y compleja, un encargo del Festival, tuvo la suerte de contar con dos intérpretes de excepción, Tamara Stefanovich y Pierre-Laurent Aimard, que la pasearán a buen seguro por todo el mundo. Las piezas de la primera parte las dirigió el gran, en todos los sentidos, Oliver Knussen, que había dado ya muestras de su enorme clase el pasado sábado en un programa que conoció otro estreno mundial (The Book of Ingenuous Devices, de Philip Cashian, un ejemplo tristemente palmario de “mucho ruido y pocas nueces”), otra obra de Feldman, Structures, y dos piezas de Aaron Copland: Music for a Great City (que procede justamente de su banda sonora para Something Wild) y su composición más famosa, Appalachian Spring, la música escrita para el ballet de Martha Graham, de la que Knussen ofreció una versión fresca y rítmicamente irresistible al frente de la Orquesta Sinfónica de la BBC.
El segundo concierto, el miércoles por la tarde, supuso el debut en el Festival de Aldeburgh de la violinista Patricia Kopatchinskaja, cuyo espíritu transgresor y cuyas maneras heterodoxas parece casar a la perfección con la filosofía que reina en Snape Maltings. El programa que ella misma ha diseñado es un modelo para enseñarse en las escuelas: el Divertimento de Béla Bartók, una obra llena de negrísimas premoniciones, compuesta poco antes de su propio viaje a Estados Unidos, en su caso sin retorno; la suite de La historia de soldado, en su versión para siete instrumentos; y el Concierto para violín de György Ligeti, precedido en la segunda parte de una transcripción para dos violines y dos violonchelos del Kyrie de la Messe de Nostre Dame de Guillaume de Machaut, un maestro del hoquetus, procedimiento compositivo medieval presente en la sección central del segundo movimiento del compositor húngaro, cuyo Coral se enlazaba asimismo simbólicamente con el contenido en L’histoire du soldat.
La obra de Bartók fue tocada por la soberbia sección de cuerda de la Orquesta de Cámara Mahler con una ferocidad muy en consonancia con la desesperación que encierran sus compases. La obra maestra de Stravinsky fue un respiro jovial y teatral antes de que Kopatchinskaja, con un vestido impolutamente blanco, casi de novia, si bien con los descosidos y agujeros característicos en su vestuario, se sumergiera descalza en cuerpo y alma en la obra que quizá mejor se adapta a su personalidad inclasificable. La tocó hace poco más de un mes en Londres, en el minifestival Ligeti in Wonderland, en el South Bank Centre, en el que también participaron Pierre-Laurent Aimard y Tamara Stefanovich, apóstoles confesos del genio del compositor húngaro. Aquí logró que la orquesta, dirigida por uno de sus violonchelistas, Philipp von Steinaecker, estuviera en todo momento pendiente de ella, una intérprete que irradia siempre una magia especial, por más que su ejecución no sea siempre todo lo limpia que podría desearse. Pero su interpretación es, en cambio, magnética y se halla impregnada de una convicción absoluta en lo que hace, que transmite a todos cuantos la rodean (hizo cantar y chistar a toda la orquesta al final de la cadencia del último movimiento: el humor es siempre bienvenido en Ligeti).
Los aplausos de un público encantado y sorprendido ante esta artista “amante de la imperfección”, como se definió ella misma en un diálogo público previo al concierto que mantuvo con Roger Wright, fueron los de las grandes ocasiones. Jamás puede esperarse de Patricia Kopatchinskaja (o Pat Kop, como la llaman a menudo familiarmente para resumir) una propina al uso. En esta ocasión empezó a tocar con un violinista de la orquesta el trigésimo sexto de los Dúos para dos violines de Bartók (otro signo de congruencia), pero poco a poco empezaron a sumarse, con cómicos ademanes, instrumentistas de toda la orquesta, que acabaron arremolinados a su alrededor en la parte frontal del escenario: violines, violas, contrabajo, violonchelos, flauta, piccolo, oboe... El dúo, que solo fue tal durante unos segundos, no terminó hasta que Rizumu Sugishita salió con un bombo y puso fin a la algarabía y al happening improvisado con un golpe incontestable.
Es imposible terminar sin transcribir una conversación espontánea que se produjo en el intermedio del concierto del Cuarteto Chiaroscuro y Cédric Tiberghien con la mujer que ocupaba el asiento contiguo al de este cronista. “¿Es usted un crítico?” “Lo siento, pero sí. ¿Por qué me lo pregunta?” “Porque le he visto con las partituras y siempre intento comprar ese asiento [en el extremo de la fila], pero nunca lo consigo. Imaginaba que era porque lo reservaban para un crítico”. “Lo siento mucho, si quiere nos cambiamos y se sienta usted aquí”. “¡Oh, no se preocupe! No es necesario”. “¿Hace mucho que viene al festival?” “Bueno, llevo viniendo desde el principio”. “¿Quiere usted decir que lleva viniendo desde 1948?” “Sí, claro, desde el principio. Bueno, antes los conciertos eran el Jubilee Hall, ya sabe. Luego ya empezamos a venir aquí. Al principio nos conocíamos todos. El festival era solo para la gente del pueblo, para los que vivíamos en Aldeburgh. Ahora miro a mi alrededor y veo, como mucho, cinco o seis caras conocidas. Esto ha cambiado mucho”. “Pero a mejor, ¿no?” “Sí, desde luego. Cuanta más gente venga, mejor”. “Habrá tenido usted entonces que vivir aquí momentos musicales increíbles. ¿Qué intérpretes le han impresionado más en todos estos años?” “Bueno, Ben y Peter, sin duda. Les oí tantos recitales que eran casi como de la familia”. “Ben y Peter”, su manera de referirse a Benjamin Britten y Peter Pears: no puede resumirse mejor el espíritu de este festival, en el que sigue sobrevolando día tras día, hora tras hora, décadas después de su muerte, la presencia de ambos. Acabado el concierto, nos despedimos hasta el año que viene, porque el Festival de Aldeburgh no tiene fin.
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