Aldeburgh en América
Músicas europeas y estadounidenses conviven a diario en la última edición del festival británico creado por Benjamin Britten
Aldeburgh es una pequeña y más bien irrelevante localidad costera del condado de Suffolk, al este de Inglaterra. Estos días, sin embargo, parece depositada en alguna orilla imaginaria al otro lado del Atlántico, aunque quizás haya sido a la inversa y lo que se ha producido más bien es un simbólico desembarco americano en su larga playa de guijarros, por la que paseara tantas veces y en cuyas aguas se bañara tan a menudo su vecino más ilustre, el compositor Benjamin Britten, nacido en la cercana Lowestoft. El motivo es que estos días se recuerda aquí, en el festival que él mismo creara, en su visión más lúcida, en su mejor regalo, su decisión de trasladarse a Estados Unidos en abril de 1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Pacifista convencido e izquierdista declarado (en marzo había terminado de componer Ballad of Heroes, un homenaje a los británicos que combatieron en las Brigadas Internacionales en nuestra guerra civil), auguraba la llegada inminente de momentos muy difíciles y, animado, entre otros, por su amigo y maestro de vida, Wystan Hugh Auden, que había realizado la misma travesía en enero junto a Christopher Isherwood, pensó que lo mejor era poner océano de por medio.
No tardaron en arreciar las críticas que lo acusaron de cobarde y antipatriota y pronto, iniciadas ya las hostilidades y los bombardeos alemanes, sonaron perturbadoramente similares las expresiones “the Battle of Britain” y “the Battle of Britten”. Pero los tres años que pasó en Estados Unidos (regresó en abril de 1942) fueron cruciales para él, no solo porque fue allí donde inició su relación con el tenor Peter Pears, que seguiría siendo su pareja hasta el día de su muerte, sino porque la distancia le permitió ver con claridad cuál habría de ser a partir de entonces, como artista, el camino a seguir. Pocos meses antes del final de la guerra se estrenaría en un Londres devastado su ópera Peter Grimes, un portento musical y dramático ambientado en un borough o municipio innominado, pero que cualquiera que pasee por las calles de Aldeburgh, contemple la inmensidad parduzca del mar del Norte o aviste desde sus aguas el perfil del Moot Hall, a pocos metros de donde Britten compuso Billy Budd, los identificará de inmediato como su escenario y como la espoleta de su inspiración.
Un concierto del segundo fin de semana del festival ha brillado con una luz propia, por la originalidad de su propuesta y por la deslumbrante interpretación del pianista francés Pierre-Laurent Aimard. En el programa, como él mismo los definió, “dos colosos”: la Sonata “Hammerklavier” de Beethoven en la primera parte y la Sonata “Concord” (o, para ser más precisos, “Concord, Mass., 1840-60”) de Ives en la segunda. Aimard asumió la heroicidad de tocarlas juntas en la Beethoven-Haus de Bonn el año pasado por primera vez en su carrera. Aquí, dado el cariz transoceánico de la programación, la contraposición adquiere un carácter muy diferente, si bien permanece lo esencial: son dos obras que llevaron en los siglos XIX y XX tanto el instrumento (el piano) como el género (la sonata) mucho más allá de los límites conocidos en el momento de su composición. De una duración similar, que roza los cincuenta minutos, son, efectivamente, dos partituras transgresoras, amigas de traspasar fronteras, al tiempo que dos montañas inescalables para la mayoría de los pianistas, y no digamos ya si se trata de una escalada conjunta.
Aimard las tocó incluso mejor que en Bonn (aunque aquí no hubo los dos brevísimos pasajes ad libitum para viola y flauta que suenan al final del primer y el último movimiento, respectivamente), beneficiado sin duda por la sensacional acústica y el mayor espacio para absorber y distribuir el sonido de su piano que ofrece Snape Maltings, la antigua fábrica para maltear cebada que Pears y Britten convirtieron en una sala de conciertos −los muros originales de ladrillo visto y un techo de madera sin ningún alambicamiento− que posee la extraña virtud de que cualquier música, con cualquier número de instrumentistas o cantantes, suena en ella cálida, transparente, natural y cercana. En los dos primeros movimientos de la “Hammerklavier”, que tocó enlazados, Aimard se valió de ataques secos, incisivos, mientras que sus densos acordes sonaron rocosos, macizos. En el Scherzo resaltó su modernidad hasta el punto de sonar casi radical y las catorce páginas del Adagio sostenuto en la primera edición de Artaria parecieron muchas más, o muchas menos, gracias al establecimiento de un tempo infinitamente elástico y maleable. Aimard decidió unir también los dos últimos movimientos y tocó casi con furia los acordes marcados prestissimo y fortissimo justo antes de la imprevisible y a ratos enloquecida fuga final, que conoció una traducción de una asombrosa perfección técnica (¡qué dobles trinos, qué planificación de las voces!) y un ímpetu inapelable.
Cuando empezó la Sonata “Concord”, tan cargada de resonancias filosóficas (los movimientos extremos llevan por título Emerson y Thoreau), la música parecía arrancar casi del punto en que la había dejado Beethoven. Charles Ives cita incluso, levemente modificado, el comienzo de la “Hammerklavier” y, de manera aún más perceptible, el arranque de la Quinta Sinfonía del alemán, cuyo universalismo casaba a la perfección con el pensamiento trascendentalista del compositor estadounidense. Escrita a menudo en tres pentagramas, porque dos no le bastaban para encontrar acomodo a tantas notas, las exigencias técnicas parecen sobrehumanas, pero Aimard, uno de los pocos pianistas que ha tocado la obra con cierta regularidad en los últimos años, las solventa no solo con aparente naturalidad, sino, lo que es más importante, imprimiendo sentido musical a todo lo que hace, tanto en medio del desenfreno de los dos primeros movimientos, sobre todo Hawthorne, como en la creciente paz que se apodera del último, una plácida evocación de los lagos y los bosques de Concord, en Massachusetts. El público aplaudió tanto, y estaba tan sinceramente anonadado, que, a modo de contraste, Aimard regaló tres piezas del que calificó como “maestro de la miniatura”, György Kurtág: Lendvai Ernő in memoriam, Waiting for Susan y Eine Blume für Nuria. No más de un minuto las tres, tocadas sin interrupción como una microtrilogía: una delicada flor a los pies de ambos colosos.
Britten en América
"Mil razones –fundamentalmente 'problemas'− me han echado", escribió Benjamin Britten en mayo de 1939 a Aaron Copland, una de las primeras personas que visitaron el compositor y Peter Pears tras su llegada a Estados Unidos y cuya música ha sonado con frecuencia en Aldeburgh esta semana. Durante este exilio voluntario, Britten estrenaría varias obras, como su opereta Paul Bunyan, con libreto de Wystan Hugh Auden y recibida con acritud, o su Concierto para violín, que tocará Vilde Vrang en Snape Maltings el próximo sábado. Una exposición en The Red House, la última residencia de Britten en las afueras de Aldeburgh, resume estos días lo más relevante de los tres años agridulces que pasó en el Nuevo Mundo "Mr Britten", que The Chicago Tribune caracterizó entonces como "alto, delgado y 26 años: es tan inglés como la lluvia". En su viaje de ida, Britten se embarcó en un lujoso transatlántico, mientras que en el de vuelta, en 1942, lo hizo en un viejo y ruidoso barco mercante, siempre con la zozobra del temor de ser víctima de un ataque de los submarinos alemanes. Un gran mapa de Estados Unidos muestra todos los lugares visitados por Britten y Pears, que decidieron cruzar en coche el país de costa a costa en el verano de 1941 en un Ford V8 que sufrió un inoportuno pinchazo mientras estaban atravesando el desierto de Mojave. Y se recuerda, por supuesto, el ambiente bohemio de la casa (la conocida como February House) en que convivieron, entre otros, en Brooklyn Heights, en el número 7 de Middagh Street, Wystan Hugh Auden, Chester Kallman, Carson McCullers, Gypsy Rose Lee, Golo Mann y Paul y Jane Bowles.
El otro gran concierto de estos días, y que lleva el sello inconfundible de este festival, amante como pocos del riesgo, la creatividad y la exigencia a partes iguales para los músicos y para el público, fue la interpretación de For Philip Guston, de Morton Feldman, una obra extrema, de cinco horas de duración, que empezó a sonar, para poner las cosas un poco más difíciles, a las cuatro y media de la mañana del sábado, la hora en que comienza estos días a despuntar el sol: Feldman al amanecer era el nombre de la propuesta, simbólicamente enlazada, por la insólita hora de la convocatoria y su coincidencia con el arranque del amanecer, con el primero de los cuatro conciertos en que Aimard tocó aquí en 2016 el Catálogo de pájaros de Messiaen. Los tres músicos del Ensemble Vide (la flautista Claire Chase, la pianista Anna D’Errico y el percusionista Alexandre Babel) ocuparon el centro del Britten Studio, a oscuras, despojado de gradas y asientos, con el público sentado o tumbado a su alrededor en sillones, sofás o grandes cojines y almohadones depositados en el suelo, en este caso para poner las cosas un poco más fáciles, o más cómodas.
Fuera, como podía verse a través del gran ventanal de la sala, empezaba a amanecer despaciosamente, con la misma calma con que iba desplegándose la estática y parsimoniosa música de Feldman (lo que en Beethoven era prestissimo y fortissimo se convierte aquí en lentissimo y pianissimo), 102 páginas de una partitura fechada el 9 de noviembre de 1984 que es un homenaje a su amigo pintor, integrante como él de la Escuela de Nueva York, esa extraña amalgama de artistas plásticos, poetas y compositores que abanderaron la vanguardia estadounidense de la época. El expresionismo abstracto fue una influencia decisiva en las composiciones de Feldman y, estando en Aldeburgh, donde las gaviotas y sus graznidos son una compañía visual y sonora casi permanente, no está de más traer aquí a colación algo que dejó escrito el autor de Rothko Chapel: “Recuerdo estar dando un largo paseo con John Cage por el East River. Hacía un maravilloso día de primavera. En un momento dado, John exclamó: ‘Mira esas gaviotas. ¡Madre mía, qué libres son!’ Tras observar las aves, recuerdo que le dije: ‘No son libres en absoluto: dedican todos y cada uno de los momentos a buscar comida’. Esa es la diferencia esencial entre Cage y Guston. Cage ve el efecto, ignora su causa. Guston, obsesionado exclusivamente con su propia causalidad, destruye su efecto. Los dos tienen razón, por supuesto, y yo también. Los tres nos complementamos de maravilla. Cage está sordo, yo estoy mudo, Guston está ciego”.
Muy representativa de las obras de su última época, en las que la dedicatoria se confunde con su título, For Philip Guston es un gigantesco planto de texturas ralas, exiguas, en el que los distintos instrumentos (alternancias constantes de flauta, flauta contralto y piccolo; vibráfono, marimba, glockenspiel y campanas tubulares; piano y celesta) desgranan mínimas células temáticas, jugando con sus resonancias, renunciando casi a la armonía, a los cambios de tempo, a las dinámicas contrastantes, al registro grave del piano: un gran cuadro de Mark Rothko sería quizá su mejor equivalente visual. La obra de Feldman es un dilatado mantra en constante e imperceptible metamorfosis que exige a sus tres intérpretes un inmenso esfuerzo de concentración (multitud de compases individuales han de repetirse), de resistencia física y mental y, a la vez, de libertad. Claire Chase merece un elogio especial por la proeza de mantener en todo momento una extraordinaria calidad de sonido con los tres instrumentos que toca como poseída por un trance. Es ella, sin duda, la ideóloga e inspiradora de esta versión y los largos abrazos en que se fundió con sus dos compañeros cinco horas después de haber empezado a tocar esta larga letanía, cuando los tres desgranan una a una, casualmente o no, las cuatro notas que, en la grafía inglesa, se corresponden con el apellido de John Cage (Do-Sol-La bemol-Mi bemol). Al final, al observar la campiña de Suffolk ya iluminada por el sol, con las vastas extensiones de cañas que crecen junto al agua y la silueta a lo lejos de la iglesia de Iken, todos nos sentíamos, de alguna manera, limpios, vacíos, liberados. Alguien comparó la experiencia a haber permanecido esas cinco horas en una lavadora que funcionara a cámara muy lenta, en uno de esos programas para ropa delicada, y la metáfora no sonaba en absoluto descabellada.
El programa de mano, consciente de lo exigente del empeño, dejaba claro que “el público puede entrar y salir durante el concierto”. De hecho, las puertas del Britten Studio estuvieron abiertas en todo momento. Muchos salieron a tomar un café, a estirar las piernas, a observar de cerca el amanecer, al baño, mientras que otros preferimos que la hipnosis progresiva operada por la música de Feldman siguiera haciendo efecto sin interrupciones. Dentro, algunos durmieron largos trechos tumbados plácidamente (dormidos, seguimos escuchando) y, quien más quien menos, vencido por el sueño, aprovechaba la aparente estasis sonora para descabezar un poco y reponer fuerzas para la vigilia. Pero todos lo hacían con la seguridad de que, al despertar, como el dinosaurio de Monterroso, la música de Morton Feldman –doliente, serena, imperturbable− seguiría estando allí.
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