“No soy un ladrón, soy comunista”
El libro ‘Así fue la dictadura’ recoge 10 historias de personas que lucharon contra el franquismo, desde el fin de la Guerra Civil hasta la Transición
Víctor Díaz-Cardiel, nacido en 1935, fue detenido en 1965, torturado y condenado a 13 años de cárcel por pertenecer al Partido Comunista de España (PCE). El siguiente extracto de su testimonio recoge su detención y algunos detalles de la vida en la clandestinidad.
A las dos de la madrugada llamaron a la puerta. Me levanté de la cama y pregunté.
—¿Quién es?
No contestó nadie. Mi mujer se levantó también. Sonó un golpe en la puerta y yo volví a preguntar.
—¿Que quién es?
—La policía. Abra.
—Joder.
No les abrí. Me fui rápido para la cocina y comencé a quemar papeles en la estufa de carbón. Todos los papeles comprometedores que pude: direcciones de compañeros, notas que nos pasábamos en la clandestinidad, octavillas, ejemplares de Mundo Obrero… Alguno se me debió de escapar y se libró del fuego, porque después de mí detuvieron a otros por mi culpa o por lo menos por la información que sacaron de casa. Mientras quemaba documentos, ellos seguían golpeando la puerta, pidiendo que abriera. Estaban con el sereno al lado, porque oí cómo le contaban la bola de que yo era un atracador de bancos, un ladrón que tal vez tratara de suicidarme para que no me atraparan vivo. Era abril de 1965. Nuestro niño pequeño tenía siete u ocho meses. Yo vivía en un quinto piso de la calle José Barbastre, en el barrio de La Elipa. Tras oír eso del atracador y de que habían llamado a los bomberos también, me asomé al balcón y me puse a gritar: “¡Aquí no vive ningún ladrón, aquí vive un militante del Partido Comunista de España al que van a detener!”. Muchos vecinos aún se acordaban bastantes años después y me lo decían al encontrarse conmigo por la calle: “Joder, vaya nochecita que diste, despertando a todo el barrio”. Al final rompieron la cerradura, abrieron la puerta, entraron cinco o seis policías de los de la Brigada Político Social, vestidos de traje. Me tiraron al suelo. Desde el suelo los veía revolviéndolo todo, registrando toda la casa. Se llevaron todos los libros, todos los papeles que no conseguí quemar. Se acercaron al cochecito del niño y con un cuchillo rajaron la capota y los bordes para ver si escondía algo allí. Mi mujer los increpó entonces, les gritó que qué hacían con eso, que por qué rajaban la capota del cochecito. Y yo ahí tirado, en el suelo, sujeto por dos policías. Yo creo que fue en ese momento cuando pensé que no iba a hablar, que no les iba a decir nada, fue en ese momento cuando me convencí, cuando me dije: “No voy a abrir la boca ni para contestar tonterías”. A lo mejor fue la edad, o el carácter de uno o que vi que ya me habían detenido por fin, que no tenía nada que perder. Sabía que me iban a torturar, que me iban a dar de hostias en cuanto saliéramos de allí, pero yo pensé, ahí tirado, viendo cómo rajaban la capota del cochecito de mi hijo: “Yo esto lo paso, lo paso como pueda, pero sin hablar”. Y no hablé. (…)
Mi vida en la clandestinidad se había basado hasta esa noche en tener reuniones y convocar reuniones. Pasé a ser un revolucionario profesional, como digo yo. Un clandestino. Pasé a llamarme Lucas, a llevar encima un carnet de identidad adulterado, que me llegó desde París, falsificado por las manos de artista de uno del partido que vivía allí y que se llamaba Domingo Malagón. La verdad es que tenía más reuniones que un tonto. Me encargaba de mantener los contactos con los enlaces obreros de las fábricas que rodeaban Madrid y que yo conocía, con los metalúrgicos sobre todo, que era donde teníamos más penetración. Y así pasaba el día, levantándome pronto, oyendo las noticias, leyendo lo que podía —me saqué un carnet falso en la Biblioteca Nacional para leer allí— y luego de aquí para allá, siempre, por las fábricas, en Pegaso, en Marconi, en Standard, en Boetticher, en Euskalduna… Llevaba la propaganda, distribuía el Mundo Obrero, me volvía a reunir con este y con el otro… Y en medio de ese tinglado, pues me casé. Con otra militante. Y me casé por la Iglesia, ojo, no porque ni a mi mujer ni a mí nos importara, sino por los padres de mi novia, que insistieron mucho, que querían ver a su hija vestida de blanco, en una iglesia. Así que, medio de estranjis por las circunstancias y gracias a un cura amigo que nos citó en una iglesia cercana a la Gran Vía a las ocho de la mañana de un día de enero, con un frío de la hostia, nos casamos. Y nos fuimos a vivir a un piso de La Elipa, del que ni mi familia ni la familia de ella sabían la dirección, por razones de seguridad. (…)
A lo mejor fue la edad, o el carácter de uno. Sabía que me iban a torturar, pero yo pensé: “Esto lo paso, pero sin hablar”
La vida siguió, con reuniones clandestinas, con un hijo que llegó, con mi madre haciendo creer a todos mis conocidos que me había ido a vivir al extranjero (alguna vez me encontraba con alguno en el metro y era un compromiso…), sacando cosas… Hasta que en abril del 65 me detuvieron, de madrugada, esa noche en la que los secretas le dijeron al sereno que yo era un atracador de bancos con ganas de suicidarme. Mientras registraban la casa, me preguntaba dónde me había equivocado, cómo habían conseguido saber dónde vivía si ni siquiera nuestros padres o amigos más cercanos lo sabían. Luego, atando cabos, con el tiempo caí en que había sido una cuñada a la que una vez invitamos a casa y a la que interrogaron también. Una imprudencia fatal, siempre era algo así…
Me bajaron los cinco pisos, unos dándome golpes en los riñones, en la espalda y en el estómago, otros quitándome los cordones de los zapatos y el cinturón. Me trasladaron a la Dirección General de Seguridad, en Sol. Me llevaron a lo que llamaban “el despacho”. Era una habitación en uno de los pisos bajos, de tres por cuatro metros. Ahí me quedé, medio agachado, con las manos esposadas por detrás de las rodillas, rodeado de siete u ocho, y me empezaron a dar hasta que perdí el sentido. Me pegaban por turnos. Lo llamaban la botella borracha. Cuando me caía me daban patadas en las esposas, para que sangrara en las muñecas. Cuando ya no podía más, me bajaban al calabozo. Ahí me dejaban hasta que me recuperaba un poco. Y me subían otra vez. Y vuelta a empezar. Durante tres días, con sus noches. Así. Me preguntaban por conocidos, por contactos, me enseñaban fotografías, uno de los policías estaba empeñado en que me pusiera unas gafas porque decía que yo era Paco Romero Marín, un dirigente comunista, y me daba de hostias, y yo le contestaba que no, que no era él, hasta que otro policía le detuvo gritándole: “Pero ¿no te das cuenta de que Paco Romero Marín tiene 20 años más, joder?”. Y volvían a darme, y vuelta a empezar con la botella borracha. Yo era la botella, claro, en medio, recibiendo las hostias. (…) Así estuve 72 horas, según me dijeron, pero pudieron ser más. A lo mejor fueron más. Yo no lo sé. Yo perdí la cuenta. (…)
Sé lo que es ser un preso político. Yo lo fui. Nueve años seguidos. Y no tiene nada que ver con esos independentistas que se dicen ahora presos políticos. Y si nos comparamos con mi pobre padre, para qué le voy a contar. No se le fue nunca el miedo. Nunca. Hasta que se murió. Por lo menos esto de los independentistas que se quieren presos políticos nos ha devuelto un poco en la superficie a nosotros, porque si no de qué vamos a salir en ningún sitio. Pero lo de Cataluña no es lo mismo. Hay que marcar las diferencias, porque, si no, aquí se blanquea hasta el día en que vives. Hasta el día que naces, te dicen que no, que usted se equivoca, que no ha nacido ese día… Cómo es posible que haya tanto olvido en este país, porque, hombre, un golpe militar, una guerra y 40 años de dictadura, pues no se pueden olvidar así como así…”.
Así fue la dictadura. Diez historias de la represión franquista (Debate), de Pablo Ordaz y Antonio Jiménez Barca, sale a la venta hoy.
Babelia
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