¿Quién puede pagar un chelo de más de un millón de euros?
Asier Polo, con su Rugeri de 1687, fomenta que las fundaciones y empresas españolas compren instrumentos para prestar a los solistas, tal como hacen otros países del mundo
Le costó 500.000 euros hace 14 años en una tienda especializada de Londres. Hoy vale mucho más. Pero Asier Polo no lo ha considerado nunca suyo. Es un mero custodio, a precio elevado, del paso por la historia de toda una pieza de museo: su chelo Rugeri de 1687. “Yo lo estoy cuidando, no es mío. Después pasará a otro. Cuando lo tengo pegado al cuerpo, no dejo de pensar que son más de tres siglos entre mis manos. Un instrumento así, te hace humilde”.
Pero en ese paso ha querido asegurarle un futuro sólido. Un acuerdo con la Fundación Banco Santander para que se quede con él y lo vaya cediendo a futuros intérpretes. “Cuando yo me retire eh…”. Así, Polo no sólo habrá marcado un antes y un después en el destino de su Rugeri, sino que intenta crear escuela y comprometer a grandes empresas en dicha práctica: “Esto es común en muchos países de Europa, Estados Unidos y Japón”, asegura.
Allí, son las compañías o las fundaciones privadas quienes se gastan los entre dos y 15 millones de euros que puede llegar a costar un Stradivarius, un Rugeri, un Amati o un Guarneri del Gesu y lo ponen en manos de artistas de primer nivel. Ellos se encargan de darles vida mediante su verdadera razón de ser: la música.
Para Polo, son equivalentes a un buen cuadro. Si las grandes corporaciones invierten en pintura, escultura, ¿por qué no en piezas de ese nivel? “A nosotros nos ayuda. El instrumento que tocamos define la medida de nuestra calidad. Hace que las orquestas, los directores, las salas, los ciclos, nos incluyan en una categoría u otra”.
¿Por qué no podemos tocar la colección de Stradivarius del Palacio Real los solistas?”
Se dio cuenta cuando, hace dos décadas, tras un concierto con la Filarmónica de Israel, el concertino, encantado con su interpretación, le preguntó por su instrumento. No era el de ahora. Así que el músico le recomendó: “Cambia de chelo”. Polo lo tomó en serio, pero debía pasar otra prueba: “Fui a Charles Beare en Londres, quizás una de las tiendas de instrumentos más reconocidas en nuestro mundo. Iba recomendado por el maestro García Asensio. Aun así me hicieron un interrogatorio a conciencia y tuve que tocar varias piezas antes de convencerles de que era digno de que me vendieran una de sus joyas”. Las tienen guardadas en sus cámaras inaccesibles. “Son un secreto. Nadie sabe bien lo que tienen disponible”. Una vez les convenció, empezaron a sacarle chelos. “Probé 12. Finalmente me quedé con este de 1687”.
Pagarlo fue un tormento. “Pedí un crédito que me costó mucho superar”. Se lo hicieron a medida, ya que no existían casos previos, con la misma entidad con la que ha llegado ahora a un acuerdo para que asegure su futuro. Pero le podía el amor a su sonido, que fue creando un vínculo, una necesidad mutua, una relación leal: “Tuve que adaptarme a él. Al principio me repelía. Tardé un año en habituarme. Cambió mi manera de tocar. Me ha hecho mucho mejor de lo que era desde el momento en que fui capaz de comprender su naturaleza”, asegura. Ahora, casi a diario, cuando ensaya en su estudio, hay momentos en que para y lo observa: “Lo admiro y le hablo: te voy a cuidar, le digo”.
El nuevo camino que se ha empeñado en abrir Polo no sólo implica al sector privado. “Hay grandes piezas en manos públicas a las que se saca poco partido”. La colección de Stradivarius del Palacio Real de Madrid es un ejemplo. Desde hace años pueden acceder a ella cuartetos en residencia de mucho nivel artístico, como ha sido el caso del Quiroga y ahora del Casals. Pero las normas son muy estrictas, según Polo. “Deberían hacerse muchas más cosas. Son patrimonio de todos. ¿Por qué no podemos tocarlos los solistas?”, se pregunta. “¿Por qué no se organizan actuaciones con ellos por distintas partes del país, con las debidas medidas de seguridad o grabaciones que pueda disfrutar todo el mundo?”. ¿Por qué no darles vida haciéndoles sonar más a menudo, su verdadera razón de ser, en vez de cerrarlos bajo llave como piezas de museo? Ahí queda la propuesta para los responsables de Patrimonio.
Mientras él sigue con la búsqueda del ideal junto a su Rugeri. “Estamos atados a un destino común. Debo ceder en muchas cosas y apreciar o que me da”. A cambio, es su aliado ideal para concretar su imaginación sonora: “Con él, la idea que tengo en mi cabeza se hace real como nunca me había ocurrido. Es algo que siempre me obsesionó y que ahora creo haber logrado”.
Babelia
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