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Crítica | La casa junto al mar
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Vigencia y nostalgia de la revolución

A los 64 años, junto a sus modos batalladores, Robert Guédiguian parece expeler una cierta desesperanza

Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan, en 'La casa junto al mar'.
Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan, en 'La casa junto al mar'.
Javier Ocaña

LA CASA JUNTO AL MAR

Dirección: Robert Guédiguian.

Intérpretes: Ariane Ascaride, Gérard Meylan, Jean-Pierre Darroussin, Anaïs Demoustier.

Género: drama. Francia, 2017.

Duración: 107 minutos.

Robert Guédiguian sigue siendo un irreductible. Casi 40 años después de su primera película, Último verano (1980), el director continúa, a machamartillo, con su espíritu revolucionario, voz de la conciencia de la clase obrera de una Francia que, en estas cuatro décadas, ha cambiado mucho. Y seguramente no hacia su lugar soñado.

Sin embargo, a los 64 años, junto a sus modos batalladores, consciente de la ruta política hacia la que se ha dirigido buena parte de su país en los últimos tiempos, Guédiguian parece expeler una cierta desesperanza. Y el año 2017 es una muestra de esa ambivalencia: fue uno de los productores de la excelente El joven Karl Marx, didáctica de sus ideales, de sus orígenes, y dirigió la cautivadora La casa junto al mar, donde una sombra de abatimiento apunta a que las grandes ilusiones quizá hayan alcanzado la categoría de utopía. Una obra en la que el peso de la conciencia adquiere protagonismo, y en un tiempo en el que sus personajes —encarnados por los de siempre, los maravillosos Ariane Ascaride, Gérard Meylan y Jean-Pierre Darroussin — parecen casi más predispuestos para la armonía que para la contienda.

Por supuesto que aún hay motivos para la lucha —la inmigración, los refugiados, los despidos, los desmanes inmobiliarios, la tiranía del turismo…—, pero al mismo tiempo surge la búsqueda de una calma interior que desvela una pizca de cansancio. Así, esos afanes de sosiego llegan por el camino de la bondad, lo que en cierto modo no deja de ser ideológico. Sobre todo porque no se trata de una bondad natural, sino de una bondad elegida, buscada, trabajada y, al fin, lograda.

Con reminiscencias explícitas de El alma buena de Sezuán, de Bertolt Brecht, La casa junto al mar encuentra su momento cumbre en un flashback tan emocionante como amargo, en el que el director utiliza una secuencia de ¿Quién sabe?, su tercera película, de 1985, para mostrar el brío juvenil de un grupo de personajes de ficción que también eran combatientes artísticos, y aún pretendían cambiar el mundo. Una época puede que irrecuperable; para sus personajes, y para su cine.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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