Arroyo en tres dimensiones
Pintor, escritor, escenógrafo, el artista madrileño ha marcado época en todas sus disciplinas
“Soy un pintor que escribe”, le gusta decir de sí mismo a Eduardo Arroyo. Pero también un escenógrafo que reta lo efímero, un comisario casual de exposiciones adecuadas a su discurso contra corriente, un cartelista que miró debajo de los adoquines —y las máquinas de imprimir— en el Mayo del 68 francés o un coleccionista de objetos y obras de arte improbables, halladas al azar, en las que de pronto se mira en el espejo de los guantes orondos de un boxeador o se deja iluminar por el traje de luces de un torero.
Arroyo es uno entre millonésimas de artista. Con el pincel, con la pluma, con el lápiz... Se desdobla y jamás se repliega. Se expande dentro de sus óleos, en el hábitat con mundo propio de sus libros y sus lecturas, entre la concreta caducidad adherida a la memoria de sus escenografías.
Dentro de mundos absolutamente dispares que él se las arregla para sentar a la mesa de su imaginación en busca de un diálogo sin descanso. “Nada de lo que hago, aparentemente, tiene que ver”, afirma. “No se puede entrar a crear un espacio de teatro con una mentalidad de pintor. Nunca me gustó cómo Joan Miró trataba ese ámbito. Convertía los escenarios en galerías de arte. Y no es eso”.
Los problemas que plantea cada disciplina le resultan dispares. Muchas veces irreconciliables. Pero no deja de intentarlo, por duro que parezca. De ahí su empeño en hacerlos confluir. Como ilustrador, por ejemplo. Sus dos grandes obras en este sentido son la Biblia y el Ulises, de Joyce, aún inédito. “En el fondo, de lo que se trata es de comunicar algo. Y para eso, debes permanecer atento. Yo hablo mucho, pero también escucho. Me reúno con gente, me mantengo alerta. Por ejemplo, el otro día unos amigos me contaron una anécdota y de ahí me va a salir un cuadro. Ya he dibujado esbozos, pero el cuadro en sí, me está esperando”.
Se deja sorprender constantemente por la vida y sus recovecos. Sale a la calle y entra en diferentes lugares con la mente despejada, como una página en blanco dispuesta a ser emborronada por un fogonazo fortuito, por la llama de lo imprevisto. “También la poesía me inspira. Esa reflexión abstracta del lenguaje alimenta mucho mi pintura”.
Casi al mismo nivel que los periódicos. Porque Arroyo es un pintor cronista. Un reportero en la linotipia del lienzo. Muy agradecido también y abierto a encargos: “Eso que a muchos colegas míos no les gusta, a mí me encanta. Significa que alguien te cree capaz de hacer algo especial y merece la pena el esfuerzo”.
Otro campo, el de la literatura, también le sigue seduciendo. “Me considero del género pintor / escritor”. Son muchos los que lo han explorado para poner en orden imágenes quizás imposibles de plasmar. Por escrito pergeñan teorías sobre sus mundos propios en las que prefieren adelantarse a los expertos, quizás por miedo a malos entendidos.
Así es como ha publicado obras insólitas, aparte de transitar por varios géneros. Desde una biografía del boxeador Panama Al Brown a El trío calaveras, dedicado a Goya, Lord Byron y Walter Benjamin, Al pie del cañón, su guía sobre el Museo del Prado, sus memorias, tituladas Minuta de un testamento o Bambalinas, la entrega más reciente. “En la literatura se ha instaurado poco a poco la idea de que puedo escribir”, asegura, pidiendo paso. “No es falsa modestia, lo siento así”.
Del teatro y la ópera, sin embargo, se ha apeado. Cuando su amigo Klaus Michael Grüber, compañero en ese ámbito creativo, murió en 2008, lo dejó: “No creo que vuelva. Para mí, eso se terminó”, afirma sentado en su estudio, muy cerca de la estantería en la que conserva dos fotografías de su amigo Grüber.
Ha hecho ahora una excepción cara al stand de EL PAÍS en Arco. Considera su montaje titulado El paraíso de las moscas más una escenografía que otra cosa. Un regreso a esa antigua sensación que le ha hecho triunfar en Alemania, en Francia, en el Festival de Salzburgo, por toda Europa, con una labor que le llevó tres décadas de dedicación.
Le divertía discutir con Güber la esencia de su trabajo: “Él estaba obsesionado con lograr la perennidad. Yo, sin embargo, trataba de convencerle de que andábamos abocados a lo efímero. Que el espectador, a los cinco minutos de ver aquello, iba a borrarlo de su memoria”. Eso en cuanto a la imaginación del público. Pero Arroyo, basaba sus sospechas en pruebas fehacientes: “Todo lo que construíamos para una ópera o una obra teatral, se guardaba para siempre en un almacén o directamente se destruía. Ese era su destino”.