He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por los Goya
Casi nadie sobrevive a los premios del cine español. Si quieren de verdad a alguien, eviten que los presente
Una de las últimas visitas turísticas que hizo Jim Morrison en París fue al cementerio de Pere-Lachaise a buscar las tumbas de Edith Piaf, Chopin, Bizet, Balzac y Óscar Wilde. Morrison volvió allí semanas después metido en una caja, como hay que morirse siempre: en París, bajo circunstancias no aclaradas y velado por cinco personas, ninguna de la familia. Algo así le pasa a la Academia del Cine, que tiene la misma capacidad para atraer incautos deslumbrados y convertirlos en cadáveres a los que peregrinar para dejarles flores y whiskey. Uno va a presentar los Goya admirando las lápidas de los que le precedieron sin sospechar que al acabar será la lápida más famosa de todas.
Casi nadie sobrevive a los Goya, tampoco los mejores. Es como el banquillo del Real Madrid: si quieren de verdad a alguien, eviten que se siente ahí. La noche empezó tan mal que era imposible pensar que los chanantes no nos estaban llevando a un lugar imposible del que salir con un giro absurdo que justificase lo anterior. Los que amamos a Ernesto Sevilla y Joaquín Reyes llegamos a pensar que el “ha quedado guay” de Sevilla ya fuera del escenario era parte de un subespectáculo que emergería en el peor momento para desconcertarnos genialmente o matarnos de risa. Pero el “ha quedado guay” no fue más que un fallo técnico, y el absurdo de los chistes, algunos transparentes de tan blancos y otros para muchachadas premium, solo encontraba destino cuando lo completaban las actrices, como en el caso de Maribel Verdú, cuya risa que quería ser risa pero no podía ser risa porque no entendía nada fue el mejor cierre al gag.
Hay que estar ahí, en esa silla eléctrica. Y supongo, por casos cercanos (premios Iris), que hay que someterse a tantas limitaciones, presiones y líneas rojas que al final todo se desnaturaliza. Podían los Goya alejarse de los Feroz del otro chanante, Julián López -que dejó a los poderosos de la industria temblando con sus chistes sobre acoso sexual y compra de taquillas-, por otro camino. Pero el emprendido este sábado ha sido el de tantos Premios Goya sometidos a una estructura infernal y unos guiones predecibles hasta la desesperación.
La gala empezó como tal con Leticia Dolera y la frase de la noche, su feminista campo de nabos, y en la reivindicación de la mujer encontró su mejor sentido por algo no explícito: la obstinación y la paciencia de las mujeres más combativas de la industria para señalar el elefante metido en la habitación poniéndose una y otra vez en la diana, castigándose en un mundo, dentro y fuera del cine, que saluda el movimiento con una mano pasándole la factura con la otra.
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