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Crítica | El corredor del laberinto: la cura mortal
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La monotonía de la serialidad

Ffue salir del reducto de la cárcel fortaleza, establecida como microsociedad a la manera de 'El señor de las moscas', y la serie se diluyó

Imagen de 'El corredor del laberinto: la cura mortal'.
Imagen de 'El corredor del laberinto: la cura mortal'.
Javier Ocaña

EL CORREDOR DEL LABERINTO: LA CURA MORTAL

Dirección: Wes Ball.

Intérpretes: Dylan O'Brien, Kaya Scodelario, Katherine McNamara, Barry Pepper.

Género: ciencia ficción. EE UU, 2018.

Duración: 142 minutos.

Por definición, la insistencia en un relato hasta convertirlo en serial no nace de la capacidad creadora sino de sus ínfulas comerciales. El objetivo está en estirar el argumento sin olvidarse del tema y, sobre todo, sin que sus subtextos desaparezcan. Pero pocos lo logran. Y la extenuación llega en el momento justo en el que las esencias del original se han perdido para dar paso a la acción por la acción: los personajes van, vienen, hacen esto, salvan al otro y se establecen entre ellos relaciones tan cambiantes como caprichosas, pero nada tiene importancia.

Es lo que le ha ocurrido a la saga de películas El corredor del laberinto, basadas en las novelas publicadas por James Dashner a partir del año 2009, e iniciada en el cine con el título homónimo de 2014, refrescante, enérgico y carismático. Pero fue salir del reducto de la cárcel fortaleza, establecida como microsociedad a la manera de El señor de las moscas, y la serie se diluyó. Sus dos posteriores entregas, El corredor del laberinto: las pruebas (2015) y esta El corredor del laberinto: La cura mortal (2018), nacieron muertas de antemano. Se han olvidado de lo esencial —la educación político social, el dominio del espacio, la dicotomía entre rebelión y acondicionamiento de la voluntad hasta la creación de un hogar imperfecto—, para centrarse en lo particular, en la ficción repetida por antonomasia, en la muerte puntual de algún personaje como clímax. Y así, como en ciertas series de televisión, llega un momento en el que resulta indiferente que estas tengan tres temporadas o siete. Porque todo es lo mismo, porque las variables están ancladas en la superficialidad, en la sucesión de la acción, y en la continuada hipertotrofia del tiempo, con duraciones de 113, 131 y 142 minutos, respectivamente, para cada una de las tres películas.

Que con el paso de los años, y de los relatos, sea difícil distinguir una trama de la serie El corredor del laberinto de otra de Los juegos del hambre o de Divergente habla mal tanto de la originalidad de los libros en los que se basan como de sus adaptadores cinematográficos, incapaces de ofrecer autenticidad y nuevas expectativas, y dejando como único legado el monótono acontecer de una historia que, con esta sistemática, podría acabar ahora o dentro de 100 años.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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