El secreto de Circe
El lenguaje es el motor del excepcional debut de Aaron Sorkin en la dirección
Moly es el nombre de la planta mágica que Hermes entregó a Odiseo para poder derrotar a la maga Circe, que había animalizado a los miembros de su tripulación tras seducirles con los placeres de su palacio. Circe podría ser la santa patrona de todos los casinos y burdeles del planeta: la portadora de un inquietante secreto, consistente en haber contemplado el porcino mínimo común denominador de todo sujeto necesitado de sus servicios y su discreción. Una sola letra separa a la planta mágica del nombre de la protagonista de la opera prima como director de Aaron Sorkin, guionista que, en ningún momento de su trayectoria, había levantado el más mínimo atisbo de duda sobre su poderosa autoría, pese a no haberse sentado hasta ahora en la silla de mando del cineasta. Si Molly Bloom fuese objeto de su invención, uno podría acusarle de sobrecargarlo todo de significado, pero el personaje interpretado por Jessica Chastain en Molly’s Game, deportista malograda que se reinventó como emprendedora del póker ilegal, es tan real como el libro de memorias del que ha partido Sorkin para este debut de brillantez tan avasalladora como previsible. Quizá la biografía de Bloom demuestra que la vida es más poderosa que la ficción, pero el trabajo del director guionista sobre esa vida también demuestra que uno de los usos de la ficción puede ser el de extraer y amplificar todas las potencialidades simbólicas de una vida. Así, en un momento de la película, Molly piensa en sí misma como Circe y el espectador puede pensar que sí, Molly es, a la vez, Circe y su moly; la maga y su integridad para proteger el secreto, aun a su pesar.
MOLLY’S GAME
Dirección: Aaron Sorkin.
Intérpretes: Jessica Chastain, Idris Elba, Kevin Costner, Michael Cera.
Género: drama. Estados Unidos, 2017.
Duración: 140 minutos.
También parece llovido del cielo el eco nominal joyceano en un trabajo dominado por la autoconciencia lingüística, donde los alcohólicos abren sus monólogos con hipotéticos títulos de novela negra o los jueces dictan sentencia como si pidieran un plato al camarero. El lenguaje, sinuoso como el recorrido de una esquiadora en una pista con baches, es el motor de este excepcional trabajo que, en su sentido cocainómano del montaje, sabe apropiarse de la vulgaridad de El lobo de Wall Street (2013) o La gran apuesta (2015) para subrayar que no es el glamour, sino la sordidez lo que está más cerca del dinero. Una brizna de integridad –el Santo Grial sorkiniano- aguarda en el último rincón del infierno materialista.
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