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Tribuna
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Paz, armonía, amor y un perro

David Antón era armónico y tolerante con las fallas ajenas, pero intolerante con la estupidez, de la que huía como gato escaldado

Juan Cruz
David Antón, en diciembre de 2014.
David Antón, en diciembre de 2014. CUARTOSCURO

David Antón, el gran escenógrafo de México, que combinó su imaginación para interpretar, sucesivamente, las metáforas teatrales de Calderón de la Barca y de Arthur Miller, murió en la paz de su casa en La Condesa, México DF, a los 94 años el último 28 de diciembre. A su lado estaba su pareja de casi medio siglo, el escritor colombiano Fernando Vallejo. Los dos han formado un todo de dos partes muy distintas a las que juntó el amor, así como una alegría secreta que les dio paz y armonía hasta cuando discutían.

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Son muy importantes esas dos palabras, paz y armonía, para definir esa relación y también para explicar cómo era David Antón. Era, como dicen sus amigos, “un caballero”; más aún, un caballero español, con esta diferencia con respecto a los ancestros de donde le venían su apellido y su carácter: a David nunca se le oyó gritar ni decir groserías. Era armónico y tolerante con las fallas ajenas, pero era, como Juan Ramón Jiménez o como Luis Cernuda, intolerante con la estupidez, de la que huía como gato escaldado. Cultivó la armonía y el arte, y también cultivó el amor y su par más excelso, la amistad, la filantropía. Hace tres años tradujo para Pablo de Llano, nuestro corresponsal ahora en Miami, una inscripción que tenía en su casa: “Lo único que necesita uno es amor y un perro”. Tuvo, además, o por eso mismo, a Fernando Vallejo, que convivió con él como un amor y como un hermano durante medio siglo. Eran tan distintos como el agua y el aceite: Vallejo era el autor de La virgen de los sicarios, quizá el hombre que más denuestos ha escrito para expresar desdén o disgusto, quien con más claridad le ha dicho a la cara, a México, a Colombia y al mundo, sobre todo al Papa de Roma, con cuánto desprecio sentía sus innumerables defectos. David Antón, en cambio, tan caballero español, se comportaba ante las noticias del mundo como un gentleman, con suavidad y con desdén, pero nunca alzó la voz.

Los visitantes esperaban ver en su casa lenguas de fuego, pero esas lenguas estaban en los libros

La casa terminó siendo un reflejo de esa relación fructífera. Como si en ella dominara el afecto David sobre el efecto Fernando. Los visitantes, que fueron siempre constantes y numerosos, esperaban ver allí lenguas de fuego, ateniéndose a los libros de Vallejo. Pero esas lenguas estaban en los libros, no en la voz pausada de Vallejo, ni por supuesto en la muy ponderada lengua de David Antón. Las paredes eran la expresión de sus amores y de sus amistades. Fotografías de ambos viajando en feliz compañía por la Europa que Antón adoraba. Retratos de personajes que fueron esenciales en la vida de este, Greta Garbo, María Félix. Un enorme cuadro de la paz en la que se crió el escenógrafo, San Miguel Allende, adonde siempre quiso volver. Y los perros. Kina, decían, apareció como para reencarnar los ojos de una amiga que había muerto. Y Brusca, el torbellino que la sucedió, era el movimiento perpetuo, una amenaza para la fragilidad de ambos. Aún así, Fernando la llevaba a trotar, y trotaba él mismo, como si la perra brusca lo condujera a la juventud que ya no va a volver.

Además, en esa casa, estaba la paz. Un silencio al que se sumaban el piano que tocaba Fernando Vallejo, excelente músico, y la meditación que David aplicaba a todo lo que sucedía en las páginas de los periódicos. Era un puntual lector de EL PAÍS, que recibían a diario, y los dos eran en cierto modo españoles de la pasión y de la diáspora que, aunque nunca fueran a venir otra vez a la patria de la que vino el padre de Antón, sentían que todo lo que pasaba entre nosotros, de lo bueno a lo peor, también le estaba pasando a ellos.

Hermosa hospitalidad

Eran de una generosidad abierta también con los desconocidos, y con sus amigos eran desprendidos hasta el riesgo. No fue solo una vez que visitantes de la casa invitamos a la vez a otros amigos, a cualquier hora y también a la hora de almorzar. Y no fue una ni dos las veces que empezamos por ser cuatro y terminamos por ser catorce. Entre David y Fernando, y Olivia, la asistente de la casa, multiplicaban siempre arroz y gambas, o huevos fritos, y jamás faltó nada que saciara el hambre de los más que numerosos intrusos.

Esas actitudes de tan hermosa hospitalidad convertían a David Antón y a Fernando Vallejo en anfitriones extraordinarios. Y a veces se nos olvidaba con respecto a David el enorme artista que escondía en las numerosas carpetas donde estaba, dibujado, su currículum: desde 1956 reinterpretó para la escenografía, teatro, ópera, ballet, obras de Arthur Miller, de Calderón de la Barca, de Puccini, de Ravel, de Sartre… Trabajó con Salvador Novo y con Alejandro Jodorowski, y se relacionó con Josep Renau o con Jean Cocteau… Tenía que pasar media vida de relación con él para que David, que ahora nos deja, dijera cualquiera de esos nombres para sobresalir en la conversación que él mismo animaba en esa casa en la que los dos construyeron una inviolable armonía.

En el último terremoto que afectó a la capital mexicana su casa en La Condesa fue gravemente afectada. Se fueron de allí, refugiados del horror; y fueron ellos dos de los únicos que retornaron a su séptimo piso, con el ascensor dañado. Aún así, y a pesar de la enfermedad que aquejaba gravemente a David Antón, seguían queriendo salir a la calle, al aire que querían ellos y Brusca, la perra que les ha ayudado a ver el mundo con la paz que dan los animales.

Y ya solo pudo salir David Antón de esa armonía para el último lugar de la vida, de donde ya no se retorna sino gracias a la memoria del amor, Fernando, y de los amigos, a los que él cultivó con una extrema delicadeza. La delicadeza con la que dibujó el mundo para el teatro. Ya no pudo, dijo Vallejo a sus amigos, al anunciar su muerte. Ya el viaje a México no será igual nunca para los que los conocimos juntos.

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