Los zapatos de la muerte caminan solos
En la exposición sobre Auschwitz, que se exhibe en Madrid, el recuerdo más conmovedor lo constituyen, sin duda, el calzado de niño, de hombre, de mujer, que se muestra
El escritor Primo Levi, superviviente del Holocausto, cuenta que en Auschwitz la muerte empezaba por los zapatos. Para la mayoría de los prisioneros los zapatos se habían convertido en un verdadero instrumento de tortura por las llagas infecciosas que ocasionaban después de largas horas de marcha. Primo Levi recuerda el tormento insoportable que en su caso suponía tener que caminar por el barrizal con unos zapatos sin cordones, que a cada paso quedaban hundidos y atrapados en la nieve o en el fango. Solucionar este problema le parecía un sueño inalcanzable, pero una mañana en medio de aquel espantoso horror vio el cielo abierto. En el barracón donde dormían hacinados, su compañero de litera amaneció muerto y él se limitó a apropiarse de sus cordones. El escritor describe ese momento como uno de los más agradables de su vida. En los 11 meses en que estuvo prisionero en el campo de exterminio de Monowice-Auschwitz, por fin podría caminar con normalidad, aunque fuera a la cámara de gas, sin perder los zapatos y tener que desandar los pasos para rescatarlos del barro con los pies descalzos.
En la exposición sobre el campo de exterminio de Auschwitz, que se exhibe en Centro de Exposiciones Arte Canal en Madrid, el recuerdo más conmovedor lo constituyen, sin duda, los zapatos de niño, de hombre, de mujer, que se muestran dentro de las vitrinas, en cuyas suelas gastadas está inscrita la ruta infernal que recorrieron hasta la muerte. Uno se pregunta a qué niña pertenecería ese zapatito blanco o azul, qué elegante señorita se contonearía sobre ese zapato rosa de tacón de aguja por las calles de Viena, qué profesor, violinista, comerciante, oficinista calzaría esas botas cuando fue detenido. Cada uno de estos zapatos venía por caminos distintos transportando una vida, que tal vez había sido alegre y feliz, pero todos llevaron a sus dueños a la cámara de gas como único destino. Theodor Adorno dijo que después de Auschwitz no se puede escribir poesía. Dejemos, pues, a un lado el desolado lirismo. El papa Benedicto XVI visitó el campo de Auschwitz el domingo 28 de mayo de 2006. Permaneció absorto entre aquellos siniestros pabellones y después de un largo silencio ante aquella espantosa visión dirigió un grito interior a Dios: "¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué permitiste todo esto?". El Papa solo era un teólogo exquisito que pisó aquel campo de exterminio con unos lujosos zapatos rojos de Prada, hechos a medida.
La mañana en que visité esta exposición, un autobús escolar desembarcó a un grupo de adolescentes ante la explanada del centro de exposiciones. Eran alumnos, tal vez, de algún colegio o instituto. Llegaban ruidosos, alegres, gastándose bromas. La escena me recordó otra exactamente igual que presencié en el campo de concentración de Mauthausen. Sucedió una mañana de invierno. Estaba nevando sobre aquellas colinas de verdes pastos entre las que discurre un Danubio apacible. En el muro exterior del campo un cartel advertía a los excursionistas: 'No camping'. En ese momento en la explanada se detuvo un autobús lleno de adolescentes austriacos. Eran rubios, fuertes, ruidosos. Entraron en Mauthausen riendo, empujándose. Comenzaron a corretear por el alto de la muralla, recorrieron sin inmutarse los puntos más siniestros de aquel macabro establecimiento, las alambradas electrificadas, los barracones con las literas, las lápidas que cubrían las paredes, e incluso se gastaron bromas en la cámara de gas. A simple vista la cámara de gas parecía un cuarto para duchas colectivas con capacidad para turnos de 30 personas, solo que desde un control exterior se hacía pasar gas ciclón-B a través de un pozo abierto en una esquina. El rostro de aquellos jovenzuelos solo expresaba el tedio que suelen mostrar las reatas de escolares cuando visitan por obligación un museo sin entender ni preocuparles nada, de hecho uno de ellos descubrió muy divertido que dentro de un horno crematorio algún turista sacrílego había arrojado el envase de una coca-cola familiar. No obstante, pude observar que aquellos chavales tan fuertes, alegres y ajenos a la historia parecían sobrecogidos ante una gran fotografía en que aparecía una enorme montaña de zapatos. Fueron más de 100.000 personas las que murieron en Mauthausen. En esos zapatos estaba el destino de cada uno de los prisioneros.
En la exposición sobre el campo de exterminio de Auschwitz el grupo escolar de Madrid realizó en silencio el recorrido de todas las fases de tortura que soportaron millones de prisioneros hasta que sobre ellos cayó la rueda dentada de una muerte metódica, racionalista y burocrática. Puede que alguno de estos escolares advirtiera el destino que está sellado en la suela de cada uno de esos zapatos de niño, de mujer, de hombre expuestos las vitrinas. Las personas que los calzaron murieron en la cámara de gas, pero esos zapatos siguen caminando por sí solos sin el muerto a lo largo de la historia para hacernos saber que en este mundo todos somos ya unos supervivientes.
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