Rembrandt vuelve a casa
El Hermitage ruso cede a la sucursal holandesa 63 cuadros del Siglo de Oro holandés, entre ellos seis del maestro, para una antológica
Rembrandt pintó en 1634 a su esposa, Saskia, vestida como la diosa Flora: larga cabellera sobre los hombros, guirnalda en la cabeza, ropajes de seda y mirándole a él. La mayoría de los retratos del maestro holandés del Siglo de Oro observan al espectador, pero la pareja estaba recién casada y hay en los ojos de ella una mezcla de ilusión y curiosidad que delata la felicidad marital. Un destello que Catalina la Grande de Rusia (1729-1796) añadió a su valiosa colección de arte. Junto con otros 62 lienzos (cinco más del propio Rembrandt) Flora cuelga ahora en el Hermitage de Ámsterdam, la sucursal de la famosa sala de San Petersburgo que la emperatriz, y su antecesor, Pedro el Grande, llenaron con la mayor paleta de pintores holandeses fuera de su tierra. Nada menos que 1.500 telas.
Maestros holandeses del Hermitage: los tesoros de los zares es el título -tal vez el único posible- de una muestra que reúne por primera vez en 350 años las 63 obras en su tierra de origen. Desde Pedro el Grande (1672-1725), que compró su primer rembrandt a los 25 años, los zares gustaban de las escenas festivas o de recogimiento doméstico, la filigrana geométrica de los interiores de iglesia, y desde luego de los retratos y la recreación bíblica pictórica de los holandeses. El cénit llegó con el afán coleccionista de Catalina, que adquirió en 1764, en Berlín, la colección del marchante prusiano Johann Gotzkowsky, y ya no paró. “Enviaba a sus emisarios, todos con grandes conocimientos, por Europa, y se llevaban remesas enteras. Gastó muchísimo dinero en crear una enorme galería de arte, pero sabía lo que buscaba. Era una monarca ilustrada, y en el actual Hermitage ruso, entonces su parte de su palacio, mostraba a los pintores e intelectuales rusos las tendencias y modo de vida del resto de Europa. Quería favorecer y animar las artes en su país, y lo consiguió”, dice Marlies Kleiterp, conservadora jefe del Hermitage de Ámsterdam.
Catalina se hizo con Mujer joven probando pendientes (1656), casi una miniatura, donde Rembrandt consigue “distintos brillos en las joyas que no sabes de dónde provienen”, según Kleiterp. La pieza abre la exposición y apenas prepara para el festival del artista en la sala principal: Anciano en rojo (1654), Retrato de un hombre (1661) o Retrato de un erudito (1631) están rodeados de alumnos y contemporáneos del maestro. Hay piezas curiosas, como un trío de bañistas desnudos, pintados en 1660 por Gerard Dou, que Catalina la Grande, conocida también por sus amoríos, tenía en sus aposentos. El bodegón Desayuno con un cangrejo (1648) de Willem Claesz, merece una pared para él solo. Y hay aves exóticas, como el óleo Pájaros en el parque (1680), de Melchior Hondecoeter, que “mostraban la riqueza del Siglo de Oro holandés y hemos colgado junto a su pareja”, dice la conservadora. Uno acabó en Rusia. El otro está en el Rijksmuseum, de Ámsterdam. Hay de todo en abundancia, pero falta alguien: Johannes Vermeer.
Es una de las carencias señaladas del Hermitage ruso. En la sucursal holandesa sugieren que tal vez alguna de sus obras descanse en el fondo del Báltico. Allí, frente a la costa finlandesa, se hundió Doña María, el mercante holandés que en 1771 llevaba otro cargamento de cuadros para la zarina. Quién sabe. A estas alturas, todo son sonrisas en ambos países. En Rusia, porque como dice Michail Piotriovsky, director en San Petersburgo, “hablamos de nuestros maestros holandeses”. En Holanda, porque “han vuelto a casa”. Para evitar corazones partidos, lo mejor es admirar el Retrato de un hombre (1650), de Frans Hals, que según los especialistas, “presenta hasta cuarenta sombras de negro” en su vestimenta.
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