Sangre, sudor y esperma
Percute, golpea, hiere la dirección escénica de Bieito
Llamaba la atención, decepcionaba, el revuelo que provocó en La Bastilla el pasado marzo la escena de un bailarín desnudo. Llegaron a escucharse protestas y abucheos en los tendidos. Una reacción mojigata a un pasaje que Calixto Bieito parecía haber esmerado lejos de toda procacidad, entre otras razones porque el bailarín toreaba en el claro de luna del tercer acto de Carmen y parecía emular la faena a cuerpo gentil de Juan Belmonte que Chaves Nogales describe en su memorable biografía sobre el pasmo trianero.
El malentendido de los espectadores concedió cierta polémica a un montaje recibido con división de opiniones. Apareció una crónica feroz en Le Monde. Y se diría que otros críticos franceses sobreactuban en la obligación de custodiar la ópera de Bizet como un asunto de chauvinismo o de Estado, concluyendo que Calixto Bieto había despojado el mito de Carmen del exotismo y folclorismo con que fue parido a iniciativa de Mallarmé en una visión tremendista de la España profunda.
Y no abjura Bieito de la España profunda, más bien la extrapola a los estertores del franquismo, la enfatiza con la testosterona de los legionarios e introduce una escena marginal en la que se vilipendia la bandera española. Así fue concebida en Perelada (1999), ignorándose entonces, claro, la actualidad iconoclasta y la repercusión internacional del montaje. No ya por su recorrido en Londres, Boston, Palermo, Oslo o San Francisco, sino porque ha envejecido con extraordinaria salud. De otro modo, no hubiera recalado en el templo de París a semejanza de un retorno uterino. Es de una enorme crudeza esta Carmen sin heroína emancipada, hembra revolucionaria ni mujer fatal. Hasta el extremo de que el epílogo de la ópera se resuelve con la abyección de un crimen de género convencional, aunque no haya concesiones a la moralina y a la moraleja. Percute, golpea, hiere la dirección escénica de Bieito. Y conserva la iconografía que la definió hace casi dos décadas, de tal forma que el recurso de una cabina telefónica y los Mercedes fletados para bajarse al moro redundan en una postal de estética remota, pero de sociología vigente en la agotadora batalla de los símbolos arrojadizos.
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