La sinfonía agridulce de The Verve como síntoma de una época
El himno compuesto por Richard Ashcroft hace 20 años contribuyó a enterrar el brit pop y a preludiar el apropiacionismo inclemente del pop en la era de la post modernidad
Los periodos de decadencia, de derrumbe del Imperio, suelen destilar lecturas interesantes. Por oposición a la euforia inherente a las fases de esplendor, el fin de la autocomplacencia genera trasuntos sonoros más sombríos, más inquietantes. Generalmente, más jugosos y proclives a múltiples lecturas. Si hubo tres trabajos que se conjugaron –involuntariamente, claro– para dar por finiquitados los días de vino y rosas del brit pop, en consonancia con la angustia premilenio ante el cercano efecto 2000, esos fueron el OK Computer (1997), de Radiohead; el Urban Hymns (1997) de The Verve; y el This is Hardcore (1998), de Pulp. Bueno, en esencia, habría que hablar de aquellas dos magnas obras crepusculares de las bandas de Thom Yorke y de Jarvis Cocker. Y (en paralelo) de Bittersweet Symphony, el single de impacto mundial de Richard Ashcroft y los suyos, y no tanto del endeble álbum que lo generó. Número uno en medio mundo hace justo veinte años, el tema estrella de The Verve descansaba sobre un sampler que era más de media canción: el riff de cuerdas que Andrew Loog Oldham había añadido a la versión instrumental del The Last Time, de los Rolling Stones, facturado en 1965.
No era, ni mucho menos, la primera vez que alguien se nutría de la técnica del sampler para realzar el magnetismo de una canción. Desde los trabajos pioneros de la Yellow Magic Orchestra o Afrikaa Bambaataa a finales de los setenta y principios de los ochenta, hasta la crème de la crème del hip hop norteamericano de los noventa, pasando por francotiradores del corta y pega como AR Kane, M/A/R/R/S o The KLF, crear una obra nueva a partir de parches sonoros de muy diversa extracción era una práctica común. Pero sí era la primera vez que se hacía con tan flagrante arrojo por parte de una banda de guitarras nacida, además, del fermento independiente (aunque Hut, el sello de The Verve desde un principio, era subsidiario de Virgin), y con tanta primacía de una única fuente sonora. Allen Klein, manager de los Stones, alegó que el uso que Ashcroft había hecho de la sección de cuerdas de la composición original excedía con mucho los límites de lo acordado previamente, y con ello consiguió que el tándem Jagger/Richards figurase legalmente en su coautoría, junto al propio Richard Ashcroft. Este trató más tarde de defender públicamente las propiedades de la canción con una versión acústica, desprovista de cuerdas.
Más allá del porcentaje de razón de cada cual, la canción en cuestión, promocionada con aquel videoclip en plano fijo que tanto recordaba al del Unfinished Sympathy de Massive Attack (de nuevo la sombra de la apropiación indebida sobrevolando), se adelantó a la paranoia postmoderna sobre el plagio, en la que vivimos inmersos (con Avril Lavigne, Rubinoos, Coldplay, Joe Satriani, Marvin Gaye o Robin Thicke a ambos lados de la trinchera), hasta cierto punto justificada por aquella reciente teoría de la finitud del abanico de posibilidades melódicas. Y también preludió, involuntariamente, el vampirismo voraz y el acelerado ejercicio de descontextualización que nos asola por mor de este mundo interconectado, y que tuvo una de sus expresiones más palmarias – y también más divertidas – en los mash ups de 2 Many DJs. Malos tiempos corren desde entonces para la sacralización de las antiguas deidades del rock, sometidas a la condición de reliquias del siglo pasado, objetos de fácil maleación. Por mucho que los Stones aún sigan llenando estadios ante audiencias cuya media de edad –ay– sobrepasa con creces los cuarenta.
Babelia
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