Coque Malla: “No echo de menos ser joven”
El cantante, hijo y hermano de artistas, hace un recorrido en su nuevo disco por el pop y el cine
Por Coque Malla no pasan los años. Lo hemos visto hacerse adulto encima del escenario al que se subió por vez primera a los quince: de chavalín descarado a músico exquisito con el nervio y la ironía de un James Cagney del pop. Su último disco, El último hombre en la tierra, es un viaje en globo por la infinita memoria del pop y del cine. Escucharlo es tararear su melodía, hacerla propia. Artesano y artista, Coque nos cuenta de dónde viene: de un padre, Gerardo Malla, y una madre, Amparo Valle, que le dejaron en herencia el amor por el escenario.
-Hacer canciones es un arte específico. La gente puede decirte que eres un poeta, pero no, no soy un poeta, soy un compositor. A veces me veo a mí mismo como uno de esos artesanos de los talleres de barrio, uno de esos con mandil, de los que casi no quedan, porque al hacer una canción tienes que ensamblar los elementos con oficio, es un trabajo de aguja e hijo: tienes dos cosas, la melodía y la letra, que han de funcionar y medir lo mismo. En mi caso manda la melodía, que es sagrada, sobre ella encajo los versos y sacrifico la calidad de la letra si es preciso.
-Padezco de una timidez brutal así que aprovecho la música para exhibir sentimientos. Es algo terapéutico, sé que suena a topicazo, pero las canciones son el único terreno donde puedo desahogarme a tope y desatar las pasiones sin pudor; al fin y al cabo, cuando escribo estoy solo en casa con un lapicerito, y en el escenario me encuentro protegido por mi guitarra y lo demás no importa. Es probable que sea el único terreno en el que me siento libre.
-Mi hermano Miguel, músico de jazz, es el arreglista de este disco en el que yo buscaba un sonido sinfónico. Ahora que lo pienso nos hemos criado mamando la cinefilia de mis padres. Se trata del encuentro mágico de dos hermanos que compartieron las mismas referencias musicales. Ese entendimiento casi telepático está ahí.
-Tener padres artistas puede provocar que odies absolutamente el mundo del espectáculo y te hagas (se ríe) médico del PP o que entres en su mundo. Recuerdo, como anécdota, en los 70, ver a mis padres en la tele, en un programa infantil; iban montados como en una nave espacial súper cutre y vestidos de hombres del espacio. Necesitaban un niño y por edad cogieron a mi hermano porque yo era demasiado pequeño. Me acuerdo de la rabieta y el trauma por haber sido excluido. Yo quería estar ahí con ellos. Tampoco es que mis padres fueran muy populares, eran titiriteros, gente de teatro, pero es cierto que vivieron la increíble época de los Estudios 1, y que ahí estaban haciendo cosas como La Metamorfosis, ¡en la Primera Cadena y con Franco vivo!
-El otro día, mi padre hablaba de lo que yo había sacado de cada uno de ellos… Con esa cosa vanidosa de los padres de decirte lo que has heredado, de no asumir que tu hijo es independiente, que uno es uno, con méritos propios (se ríe): “De tu madre, me decía, has heredado el temperamento, la pasión y el talento natural, y de mí, el racionalizar el espacio escénico, organizar un espectáculo”. Algo de eso habrá. Aunque sin falsa humildad también te digo que recuerdo cosas que han hecho mis padres y pienso, estoy a años luz de ellos. Porque representaron cosas de muchísima categoría. Yo qué sé, La Taberna Fantástica. Ese estreno… aún se me pone la carne de gallina.
-A los 11 años me fui con mi madre un año a NY. A ella le habían concedido una beca para estudiar en la escuela de Lee Strasberg y me llevó. Estudié un año en un colegio de Connecticut, porque ella pensó que allí me sentiría más protegido. Porque ahora me fascina NY pero con 11 años me aterraba y me deprimía.
-Mi madre era una valiente. Me dejaba en Connecticut y se iba a la escuela en Manhattan. Para mí mi madre era lo más, yo flipaba con ella en el escenario y en la vida, era una fuerza de la naturaleza.
-Era muy pequeño para darme cuenta de lo que estaba aprendiendo en Estados Unidos, pero conocer el idioma en el que ha nacido la música que yo hago fue fundamental. Claro que hubo un momento en que empecé a echar de menos mi colegio de aquí, mis amigos, aunque al volver eché de menos aquello. La guitarra la empecé a tocar ese verano del 82. Una española. Aprendí mi-la-sí, los tres acordes básicos del blues, porque me gustaban los Stones y, además, porque era lo más fácil de tocar.
-Luego volví a nuestro colegio, el Yale, rojo a tope, muy progre. Yo no era consciente de pertenecer a un mundo especial. El colegio Yale era una gran familia, profesores, alumnos, padres eran amigos. Ese ambiente hizo que Miguel y yo no fuéramos bichos raros, que nos sintiéramos integrados.
-Mi padre me dio una charla cuando dejé de estudiar al repetir por tercera vez Primero de BUP. Quiso de pronto hacer de padre serio y me dijo, si dejas el instituto tendrás que estudiar música. Pero es que con 15 años ya estaba con los Ronaldos. Grabé el primer disco con 16. Era un chavalillo.
-La guitarra me atraía musicalmente pero también como objeto. Ahora sé que hay que estudiar de la manera que tú encuentres, pero por supuesto que estudiar es esencial. No es obligatorio seguir un método, pero hay que tocar y tocar. Y hacerte con una cultura musical. Escuchar muchísima música.
-Yo quería ser como Jonathan Richman, un nuevo olero de NY, pero también como Lou Reed o los españoles Kiko Veneno, Santiago Auserón, Jaime Urrutia, Pata Negra. Con estos podían identificarse nuestras dos almas musicales: eran españoles y hacían blues.
-Parábamos por la Vía Láctea, bebíamos ocho o nueve cervezas, fumábamos unos porros y nos volvíamos andando a casa porque se acababan los autobuses y no teníamos dinero. La rutina nocturna era en Malasaña. Ahora ya solo salgo después de los conciertos, porque tengo que quemar la adrenalina del escenario, pero por Madrid voy muy poco; tengo dos hijos pequeños, y los fines de semana son para ellos. Además, estoy muy perdido, aquella cosa maravillosa de ir solo por ahí y saber que te ibas a encontrar gente ya no me pasa; aquellos tiempos en que decías, vamos al Ambigú, y sentías que algo iba a pasar. Ahora salgo de un sitio y ya no sé dónde ir. Y no me gusta esa sensación.
-La única manera de hacerse mayor con dignidad en mi oficio es la de seguir la escuela de mis héroes, Tom Waits, Dylan, los viejos, a los que cada vez veo con más admiración. Los grandes, cuanto mayores son, mejor, como los flamencos. Ese es el camino: un compromiso total con la artesanía de tu oficio, con la honestidad, con la creación. Si sigues fiel a eso habitas el único espacio de la edad en el que envejecer mola. Para el resto de las cosas es una putada.
-No echo de menos ser un artista joven. Me da pereza, me imagino verme tan acelerado como entonces, y digo qué bien sentirme ahora en el escenario con la seguridad que tengo, controlando la garganta. No lo cambio por el pasado. También la libertad es fundamental para mantenerse joven en este oficio, porque la música es un mundo inabarcable. En ocho vidas no acabas de saber todo lo que tienes que aprender.
-Cada artista sabe que el público tiende a elegir unas canciones más que otras, es la ley del pop. No puedo vivir sin ti es la más conocida, pero el tío que paga por tu concierto se lo sabe todo, incluido el último disco, que ha tenido mucho éxito.
-Un músico hoy vive de los conciertos. Las plataformas musicales, nah, eso no es nada. Lo que llega en general de lo digital no es importante. En fin, yo espero que a mis hijos algo les quede de mis derechos… Antes llegaban liquidaciones muy interesantes pero eso se acabó, hay un caos brutal en la SGAE y yo soy perezoso para enterarme bien de lo que está pasando.
-El escenario es un mundo de fantasía que te convierte en un personaje. No puedes subir a una actuación vestido de cualquier manera, no puedes olvidarte de que es un sitio donde tienes que hipnotizar a la gente, hacerle sentir que pasan cosas mágicas.
-Ahora me toca alimentar la creatividad de mis hijos. La niña tiene una vena artística, al pequeño lo veo más terrenal. Echo la vista atrás y veo que mi educación fue demasiado poco estricta. El otro día lo hablaba con mi hermano, decíamos, acuérdate, qué poco orden teníamos. Yo voy a intentar ser más ordenado. Mis padres eran muy pasotas, ni nos miraban las notas ni nada. Nosotros alucinábamos cuando a nuestros compañeros les echaban la bronca. Yo pensaba (se ríe) que eran nazis esos padres, ahora entiendo que no, que hay que organizar un poco la vida de los hijos.
Lo cierto es que el milagro se produjo, primó la creatividad sobre el caos, y Gerardo y Amparo criaron a dos grandes artistas, Miguel y Coque.
Babelia
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