El Thoreau de los bosques de Jaén
Hay un Jaén sin olivos ni recuerdos de Machado, tan profundo que podría ser la periferia de todas las periferias
Hay andaluces de Jaén que no son aceituneros ni altivos. Que no parecen de Jaén ni andaluces y a los que pocos ubican en un mapa. Hay un Jaén sin olivos ni recuerdos de Machado ni bandidos en Despeñaperros. Un Jaén tan profundo que podría ser la periferia de todas las periferias. Un Jaén que Don Quijote y Sancho contemplaron de lejos, sin adentrarse nunca, desde las llanuras manchegas de Albaladejo, Montiel o Villanueva de los Infantes, que aún hoy son una de las puertas (portones, gateras casi) de la Sierra de Segura.
No exagero mucho si digo que se trata del paraje más remoto de la Península. Para no herir la sensibilidad de otros parajes remotos, concederé que es uno de los más remotos. Pocas regiones españolas quedan tan a desmano de las ciudades. La propia capital, Jaén, está a unas tres horas de mala carretera de montaña. No de Orcera ni de los pueblos más grandes y occidentales, por los que pasan carreteras nacionales, pero sí de lo profundo de la sierra, lo que queda más allá de Hornos, en Pontones y más a levante, hasta Santiago de la Espada, ya en la linde con Albacete. Me advierten de que la cobertura telefónica llega hasta Hornos, que haga las llamadas que tenga que hacer en ese pueblo. Más adentro, mi móvil se convierte en un ladrillo muy caro.
Aquí no vive apenas gente durante todo el año y la afluencia de turistas, aunque multiplica en agosto el censo por cinco o incluso más, según las cortijadas, no basta para animar a las compañías a instalar las antenas necesarias. De hecho, parte del atractivo que encuentran quienes veranean aquí es precisamente saberse en sombra, perdidos, ilocalizables. Entre los inconvenientes, los incendios forestales. Nada más volver de este viaje se declaró un fuego en Yeste (Albacete) y otro en Segura de la Sierra (Jaén). Mil hectáreas en uno y 830 en el otro. Ambos se extendieron porque no quedan humanos que los frenen con sus labores de campo. Entre el Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas y el contiguo, ya en Castilla-La Mancha, de Los Calares del Mundo y de la Sima, suman más de 230.000 hectáreas de bosque, constituyendo la superficie arbolada más extensa de la Península, pero los poquitos vecinos que viven en ella no se bastan para librarla del descuido y de las llamas.
Santiago-Pontones (Jaén). Tiene 3.229 habitantes en invierno, repartidos en 684 kilómetros cuadrados y más de quince núcleos, aldehuelas y cortijos dispersos. Entre 10.000 y 15.000 habitantes en agosto. En el Parque Natural de Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, a 218 kilómetros de Jaén.
En la terraza del bar El Cortijo, de Pontones, hay jarana hasta tarde. Se cena casi a medianoche, se sirven copas y se disfruta de la noche serrana. Una familia numerosa sevillana, con su caterva de primos, tíos y abuelos, brinda y aplaude la iniciativa de una de las mujeres del clan, que les convenció de pasar las vacaciones allí: “Ay, si no fuera por ella", dicen, "ahora estaríamos todos hacinados en un bar de Marbella, como sardinas en lata”. Amplitud es lo que buscan. Vacío. Eco. El lujo de sentirse lejos, algo que pocos lugares de una Europa cada vez más pequeña, más rápida y más conectada pueden dar.
Aquí menudean los Thoreau (el escritor norteamericano autor de Walden, el gran canto a la vida libre, retirada y salvaje). Ermitaños cultos en cabañas de ladrillo, casitas austeras donde antes vivieron familias de pastores y leñadores. Cabañas con WiFi de bajísima velocidad, pero suficiente para contestar el correo electrónico y subir a las redes sociales un par de fotos de paisajes con las que presumir de belleza ante los amigos de la ciudad y demostrarles que no se equivocaron, que son felices, que dieron con su lugar en el mundo.
Andrés Ortiz Tafur encontró su lago Walden en las profundidades de la sierra. Antes de que la siguiente reconversión industrial lo mandase al paro, se marchó él de la empresa de Linares en la que trabajaba, se dio el último lujo de comprarse un todoterreno, imprescindible para su nuevo domicilio, y adquirió y arregló una modesta casita en los bosques de sus amores. Lejos de los pueblos, con los vecinos a distancia y la compañía de unos perros. Eso sí, sin heroicidades de atleta: “La gente cree que soy un senderista y que me paso el tiempo caminando por los montes. Qué va, voy a todas partes en coche y hago las fotos nada más bajarme”. Ortiz Tafur fue a los bosques a vivir deliberadamente, como cuenta Thoreau en Walden, pero sin cansarse. Por lo demás, su vida es austera y la barba acentúa su aire de Zaratustra, de eremita sin grey y de santo sin sermón. Creo reconocer la felicidad cuando me la encuentro, y este tipo de andares calmados y voz baja transpira toda la paz de los que están donde quieren estar haciendo lo que quieren hacer.
Mi Thoreau jienense madruga para ver amanecer, porque hay tópicos de la vida monacal que intenta cumplir, y los días se le pasan entre lecturas, escrituras y cocinar lentejas. Por desgracia, hace mucho calor para un plato de cuchara, así que comemos en la terraza de El Cortijo, en Pontones, donde devoramos un ajoatao tipiquísimo (y no menos contundente) que demuestra que a esta parte de Jaén le faltan los olivos y los aceituneros altivos, pero no el recetario. Mientras comemos y saluda a los paisanos, descubro que Andrés no es tan ermitaño ni tan forastero, que se ha hecho un nombre, es un tipo conocido y querido en la zona.
“Yo no conocía a nadie cuando vine hace unos pocos años. Por aquel entonces saqué mi primer libro, Yo soy la locura, y se me ocurrió montar una presentación aquí. A ella vino toda la intelectualidad de la zona. Tampoco es que haya mucha actividad cultural, y en cuanto hay cualquier cosa, acuden los maestros y los inquietos de siempre. Allí descubrí que no estaba solo, que había más gente que se había quedado atrapada por la sierra. Gente de Madrid y de otras partes de España que llevan mucho tiempo aquí”.
Javier Broncano e Isabel Aguilera fueron dos de los asistentes. Si el apellido de él suena al lector es porque tal vez conozca a su hijo, el humorista David Broncano, que ha hecho de Orcera y de los tipismos serranos un leitmotiv recurrentísimo de su humor. Cuando decidieron dejar Madrid en los años ochenta (“eran los tiempos del Madrid me mata, estábamos hartos de la ciudad”) y pedir su traslado de funcionarios a la Sierra de Segura (él, celador; ella, profesora de instituto), pensaron que criar a sus hijos allí les iba a salir caro en afectos y desafectos. Y, aunque ambos han volado del nido (David, a Madrid, a triunfar en la tele y en la radio, y su hermano Daniel, a Bélgica, donde es músico), mantienen una relación íntima con la sierra. “David ha hecho famoso el pueblo de Orcera a base de chistes sobre él, y Daniel es uno de los impulsores del festival Música en Segura, que cada mes de mayo lleva a Segura de la Sierra (140 habitantes) a intérpretes y formaciones de clásica de primer nivel internacional, en un prado donde se tocaba música tradicional en los tiempos en que el pueblo era más pueblo”, cuentan los orgullosos padres.
Ortiz Tafur ha escrito un segundo libro en sus soledades, Tipos duros, y su voz literaria se acompasa a una vida extrañamente sociable. Vive en comunidad, pero aislado. “En invierno, somos apenas cincuenta personas en cincuenta kilómetros”. No se ven, pero están pendientes los unos de los otros. “El otro día fuimos a visitar a una amiga y no estaba en casa, pero una vecina nos dijo: ‘No tardará, pues acaba de tender la ropa, podéis esperarla’. Aquí todos estamos pendientes de pequeños signos para interpretar el comportamiento ajeno, sabemos cuándo el otro va y cuándo viene, sabemos dónde ha ido con solo mirar la puerta de su casa”.
En agosto todo cambia: campamentos de escultistas, turistas, mochileros, andarines, barranquistas, señores de Murcia que alquilan una casa para echarse una mantita por la noche. Y, sin embargo, no llegan a formar multitudes. Como en otros sitios de la España vacía: la población se multiplica por cinco, por siete o por diez, pero sigue habiendo espacio y soledad para todos, porque pasar de una densidad de un habitante por kilómetro cuadrado a diez no altera la paz de ningún Thoreau.
Babelia
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