Testigos de la revolución
El director de Libros del Asteroide, Luis Solano, ha construido para la 'rentrée' un sólido catálogo en el que queda patente su talento para captar el aire de los tiempos
1. Asturias
Me gusta la propuesta de Libros del Asteroide para la rentrée. Luis Solano, su director, ha construido —con suficiente éxito comercial— un sólido catálogo en el que queda patente su talento para captar el aire de los tiempos (Castellet lo llamaba olfato). Y tampoco se le da mal lo de recuperar a importantes autores extranjeros publicados anteriormente y, luego, desechados por otras editoriales. En principio, lo que más llama mi atención es A contraluz (2014; sale en octubre), de la canadiense Rachel Cusk, una estupenda novelista a la que dejó caer Lumen, quizás porque sus resultados económicos no cubrían las expectativas del sello de Penguin Random House. Me interesa también Sylvia (septiembre), la última —en el sentido más implacable del término— novela de Leonard Michaels (1933-2003). Pero lo más importante de la programación me parece, sin ninguna duda, un volumen inédito que contiene, depurado, el trabajo periodístico de tres imprescindibles testigos del octubre asturiano de 1934: el volumen (240 páginas) se titula, sencillamente, Tres periodistas en la Revolución de Asturias (sale en septiembre), y está precedido por un estupendo prólogo contextualizador de Jordi Amat. Los textos son de Josep Pla (1897-1981) y de sus dos contemporáneos Manuel Chaves Nogales (1897-1944) y José Díaz Fernández (1898-1941), autor de El blocao (1929), una de las dos mejores novelas sobre la guerra de África (la otra es Imán, de Sender, 1930). El contexto nacional en el que estalló la revolución (1.500 muertos, 2.000 heridos) era de una tensión inaudita: radicalización en la derecha (con la entrada de tres ministros de la CEDA en el Gobierno de la República), y consiguiente encabronamiento revolucionario en la izquierda, sobre todo en lugares en que, como en Asturias, actuó unida; y también era tenso el contexto internacional: fascismos ascendentes, agitación en la izquierda y sensación general de que volvía a ser posible una tragedia colectiva como la de 1914. Pla, Chaves Nogales y Díaz Fernández eran buenos escritores y conocían de primera mano la situación política interna y externa. Por eso sus crónicas y artículos —que, en ocasiones, resultan ominosa y extrañamente cercanos— resultan tan fundamentados como vividos.
2. Gastronomías
Ya he contado en varias ocasiones que nunca me he sentido particularmente afectado por ese culto (a menudo de auténtica hiperdulía) a los grandes chefs y a sus minimalistas creaciones gastronómicas, algo que parece formar parte inexcusable de nuestro contemporáneo trivium y cuadrivium. Me gusta comer bien, claro, como a todo el mundo; pero me temo que soy un poco más gourmand que gourmet, y disfruto un montón con una buena hamburguesa (ayer, por ejemplo, me zampé una estupenda en Ralph’s Tavern, un local muy popular a las afueras de Albany). Y, llámenme tendencioso, pero una de las cuatro veces que he cenado (siempre invitado) en un tres estrellas Michelin, agarré una gastroenteritis, y de las otras tres no conservo recuerdos memorables, sino más bien una vaga sensación de incómoda estupefacción. Dicho esto, tengo que reconocer que, sin embargo, a veces me divierte leer libros acerca de la cocina y los cocineros. En¡Plato! (Debate), Pau Arenós —premio Nacional de Gastronomía— refiere con divertidas y jugosas (en todos los sentidos) anécdotas sus viajes por las “grandes capitales gastronómicas” (categoría en la que entran tanto ciudades como aldeas), en busca de la comida perfecta. De ese viaje en pos de las gastrópolis el lector sale, digamos, saciado de pequeñas sabidurías inútiles y gratas, como que Arzak tuvo un pinche de cocina que llego a ser premio Nobel de Química o en qué parte de Tokio se come el ramen más caro del planeta. Un libro muy adecuado para alimentarse de sueños cuando se está a régimen.
3. Lopate
Durante los sesenta y setenta, buena parte de la mejor (y más libre) crítica cultural que podía leerse en los medios no diarios iba envuelta en crítica cinematográfica. En las revistas especializadas de entonces —Nuestro cine, Film ideal, Griffith— las críticas de cine rompían con frecuencia el espacio y las convenciones prescriptoras del género para convertirse en pequeños ensayos acerca de las manifestaciones y el estado de un arte que no ha dejado de fascinar desde que sus productos se exhibían en barracas de feria. En Estados Unidos la importancia cultural y literaria de la crítica cinematográfica ha sido reconocida por la prestigiosa Library of America, un santuario literario equivalente a La Pléiade, que ha dedicado sendos libros de su colección a dos críticos contemporáneos con miradas radicalmente opuestas sobre el cine: Manny Farber (1917-2008) y Pauline Kael (1919-2001). Phillip Lopate (1943), novelista, poeta, crítico cultural y ensayista, ha manifestado siempre ese entusiasmo y pasión por el cine que es la marca de los grandes críticos; y, como muchos de los mejores, empezó a tomarse las películas en serio en los sesenta (la “edad heroica del espectador”), cuando Bresson, la nouvelle vague, la política de autores y Cahiers du Cinéma eran referencias ineludibles, también en el segmento más cultivado de la anglosfera. La pasión por el cine de Lopate se manifiesta desde la primera línea de su introducción (“toda mi vida he tenido locura por las películas”) a Totalmente, tiernamente, trágicamente, un volumen antológico de sus escritos cinematográficos publicado por las Ediciones de la Universidad (chilena) Diego Portales. Lopate (del que Alba ha publicado Mostrar y decir, un nada trivial ensayo sobre el arte y la técnica de escribirlos) elige sus sujetos como ilustración o pretexto de su posición ante películas, directores, tendencias o críticos, como en el generoso, culto y divertido artículo que dedica a Pauline Kael, de la que, sin embargo, tanto le separaba, o en esa notable pieza autobiográfico-crítica a propósito de La noche, de Antonioni. Un estupendo regalo para cinéfilos.
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